Por Gilberto Hernández García /

Una vez más, en México nos vemos sumidos en una crisis que parece no tendrá fin. El gobierno ha tenido que recurrir a una serie de estrategias que, de entrada, resultan impopulares, para «intentar darle rumbo al país», como señalan los analistas en medio del escepticismo.

Sin embargo, la experiencia —y miren que ya hemos sido probados con una y mil crisis— nos dice que si cada uno y todos no recurrimos al «ingenio», pero sobre todo a la solidaridad —esa que nace de lo más profundo de nosotros, no aquella que quisieron vendernos antiguos políticos–, no podremos salir adelante.

El problema es que el modelo económico imperante —ese famoso neoliberalismo— y la cultura llamada posmoderna nos han hecho creer que nacimos para competir y no para compartir, que es el tiempo del «sálvese quien pueda». Y muchos hemos creído que así debe ser.

Es momento, pues, de recurrir a verdaderos modelos que nos inspiren y motiven a recorrer el camino de la solidaridad, inspirada en la caridad cristiana, como rumbo seguro para sortear estos tiempos difíciles. El padre José María Yermo y Parres, mexicano canonizado en el jubileo del año 2000, es uno de estos inspiradores.

Golpe en las entrañas

Un día de agosto de 1885, recién llegado a «El Calvario», uno de los barrios más pobres de León, Guanajuato, caminando tranquilo de regreso a casa, el padre José María se encontró con un espectáculo aterrador: en un recodo del camino, junto a un río: unos cerdos estaban devorando a dos niños recién nacidos, abandonados por su madre. ¿Les habría dejado allí vivos esa mujer?

La impresión le quedará grabada para siempre como una llamada para toda la vida. Desde entonces busca los medios que resuelvan las graves necesidades de su entorno. Hay que dedicar la vida a los más pobres, a los que nadie quiere, socorrer a los menesterosos que llenan la ciudad.

José María de Yermo y Parres nació en la hacienda de Jalmolonga, Estado de México, en noviembre de 1851. Entra en la Congregación de la Misión de los Padres Paúles y emite los votos religiosos. Le envían luego a París a hacer sus estudios de filosofía. Cuando más tarde vuelve a México no se siente llamado a la vida religiosa; abandona la Congregación y se incardina en la diócesis de León donde es ordenado en agosto de 1879.

Comienza a hacer obras en favor de la juventud. Es muy buen predicador —la gente que iba a oírle no cabía en el templo— y experto director de almas. Su confesionario está siempre muy concurrido. Por entonces es profesor del seminario, luego secretario del obispado hasta que sus superiores le piden que deje todo eso para dedicarse a los populosos suburbios de la ciudad.

Querer a los que el mundo desprecia

En 1885 funda la Congregación de las Siervas del Sagrado Corazón de Jesús y de los Pobres. Es tal su deseo de imitar a Jesucristo que escribe: «Quiero imitar a Cristo, mi buen Jesús, que vino a enseñarnos con su Palabra y con su ejemplo el amor de preferencia para con los pobres y desgraciados que el mundo desprecia».

Dedica sus esfuerzos a mendigos, ancianos, enfermos, mujeres de «mala vida», niños recién nacidos, marginados, como los hay en todas las ciudades del mundo. Siempre faltan brazos para atender menesterosos, hambrientos, desempleados, gente desvalida y sin casa. Con enormes dificultades y sufrimientos José María se va abriendo camino para esa tarea.

Es trabajo duro que requiere un olvido total de sí mismo y que inculca a las primeras hermanas de su Congregación: «….bien sé que cuesta a la naturaleza respetar a un anciano o anciana achacosa, sucios, impertinentes, groseros o viciosos; pero vendrá luego la fe a descubrirles, bajo aquel repugnante aspecto, a un alma redimida con la preciosa Sangre de Cristo, a un alma que ustedes pueden ganar para el cielo».

El 18 de junio de 1888 hay una grave inundación en León. El padre Yermo se distingue por su heroísmo y entrega para rescatar a los afectados y por dar hospitalidad en el asilo de «El Calvario» a unos tres mil que se han quedado sin casa y sin nada. Además, hay que defenderles de las injusticias y salir en defensa de sus derechos. Por entonces y con este motivo, un hombre de la política la otorga el título de «Gigante de la caridad».

Más tarde la nueva Congregación da sus primeros pasos entre los pobres de la ciudad de Puebla. A partir de ésta, se van sucediendo las numerosas fundaciones de beneficencia para mujeres, jóvenes y niños. En el último año de vida del padre José María, su alma de apóstol le lleva a fundar una casa misión en la Sierra Tarahumara de Chihuahua para la evangelización y promoción de marginados indígenas de la región.

El padre José María es llamado por Dios a la eternidad el 20 de septiembre de 1904, en Puebla.

Todos tenemos a nuestro lado a alguien que sufre

El Papa Juan Pablo II declaró Beato al padre José María en 1990, durante su segunda visita a México. En aquella ocasión se refería a él con estas palabras: «La gracia del Espíritu Santo resplandece también hoy en otra figura que reproduce los rasgos del Buen Pastor: el padre José María de Yermo y Parres. En él están delineados con claridad los trazos del auténtico sacerdote de Cristo, porque el sacerdocio fue el centro de su vida y la santidad sacerdotal su meta. Su intensa dedicación a la oración y al servicio pastoral de las almas, así como su dedicación específica al apostolado entre los sacerdotes con retiros espirituales, acrecienta el interés por su figura. Apóstol de la caridad, como le llamaron sus contemporáneos, el padre José María unió al amor a Dios el amor al prójimo, síntesis de la perfección evangélica, con una gran devoción al Corazón de Jesús y con un amor particular hacia los pobres. Su celo ardiente por la gloria de Dios lo llevaba también a desear que todos fueran auténticos misioneros».

El mismo Juan Pablo II, diez años después de su beatificación, el 21 de mayo de 2000, lo declaró santo y dijo de él: «… vivió su entrega sacerdotal a Cristo adhiriéndose a Él con todas sus fuerzas, a la vez que se destacaba por una actitud primordialmente orante y contemplativa. En el Corazón de Cristo encontró la guía para su espiritualidad, y considerando su amor infinito a los hombres, quiso imitarlo haciendo la regla de su vida la caridad».

La caridad como camino

La vida del padre Yermo nos ofrece «un manual» para enfrentar estas situaciones difíciles que hoy padecemos «como Dios manda». Se dejó interpelar «hasta las entrañas» por las situaciones de dolor, miseria y tragedia; y si bien rezó a Dios por los que sufrían esas desgracias, ante todo se cuestionó qué podía hacer él ante esas situaciones.

De inmediato buscó paliar los problemas más urgentes de las personas necesitadas, organizando ayudas que luego dieron forma a instituciones más estructuradas, entre ellas la Congregación de las Siervas del Sagrado Corazón de Jesús y de los Pobres, con lo que aseguraba el servicio a los pobres que, como lo anunció Jesús, «siempre estarán con ustedes». Sin embargo, su acción no paró ahí: por medio de sus homilías o sus escritos, por las catequesis, educó a sus feligreses en la caridad, para hacer una efectiva «opción por los pobres».

 

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