ENTRE PARÉNTESIS | Por Ángel Benítez-Donoso, SJ. Servicio Jesuita a los Refugiados (JRS)-Líbano. | Colaboración especial |

Arlette apareció una tarde por nuestra escuela de Beirut (Líbano). Ella, cristiana maronita, había oído el trabajo que hacíamos al servicio de los refugiados sirios y quería saber si podía echar una mano. Se le notaba temerosa, en conflicto interno entre su deseo generoso de ayudar a las miles de personas que veía malvivir en su ciudad y el rechazo innato que sentía ante esas mismas personas por el hecho de ser sirios y musulmanes. Al final pudo más el altruismo y Arlette decidió probar en el apoyo escolarque ofrecíamos por las tardes a los estudiantes, en su mayoría sirios, que tenían dificultades para seguir el currículo libanés en las escuelas públicas. Cada martes y jueves allí estaba ella dispuesta a ayudar con las tareas de francés y matemáticas a un grupito de niños sirios de entre siete y doce años. No faltó un solo día e incluso en época de exámenes solía venir a diario para asegurarse que sus chicos acabasen el curso con buena nota.

Un día, cuando mi tiempo en el Líbano se acababa, Arlette me invitó a su casa para charlar con calma y despedirnos tras dos años de trabajo compartido. Entre café y café hablamos de la guerra en el Líbano y sus vivencias durante la ocupación siria del país hasta 2005. Me confesó que a su tío lo asesinaron los servicios secretos sirios y que desde entonces toda su familia arrastraba una pesada herida.Entre lágrimas me habló del proceso de reconciliación que había supuesto para ella ayudar a esos niños, tan sirios como los que mataron a su tío, pero tan víctimas del odio y la injusticia humana como lo era ella. Con un pequeño gesto valiente se interrumpió la cadena del odio para dar lugar al perdón y la esperanza. Pequeñas decisiones pueden cambiar toda una vida.

Arlette, aparte de ser un modelo para la reconciliación, es también reflejo de todo un país como el Líbano. Un país que carga con sus heridas históricas y sus conflictos actuales pero decide dar respuesta al millón de personas llegadas en busca de refugio. Un país en el que tras más de dos años aún no se han puesto de acuerdo para nombrar un presidente pero que reconociendo sus límites decide hacer un esfuerzo generoso para acoger a los que sufren las consecuencias de la guerra. Un país en el que la corrupción y el nepotismo son el pan nuestro de cada día pero que no se esconde a la hora de responder al grito de sus hermanos necesitados. Un país sin transporte público, con un sistema sanitario insuficiente y una educación pública destinada únicamente a aquellos que no pueden costearse una educación privada pero que al mismo tiempo es el tercer máximo receptor mundial de refugiados.

No escribo estos párrafos para que nos flagelemos al compararnos con el Líbano. De hecho la respuesta ciudadana en Europa durante el verano del 2015 a la crisis de los refugiados fue impresionante, no solo denunciando las estructuras injustas que impedían la llegada de los demandantes de asilo sino también involucrándose personalmente en la acogida. Pero tampoco podemos ser ciegos a la realidad del mundo: solo Irán acoge a más refugiados que toda la Unión Europea en su conjunto. El drama se vive en países como Jordania donde la tercera población en número de habitantes es el campo de refugiados de Zaatari, o en Etiopía donde ya hay más de 700.000 refugiados procedentes de los vecinos Somalia, Eritrea y Sudán del Sur. De hecho en la actualidad el 80% de los refugiados mundiales se encuentran acogidos por países en vías de desarrollo.

Ojalá podamos responder generosamente a todos aquellos que lleguen a nuestra puerta pidiendo ayuda. Pero mientras tanto es nuestro deber levantar la mirada para ver a todos aquellos que ya están pidiendo auxilio en la casa de nuestros vecinos. Vecinos que no se esconden en su legítima lucha por salir adelante sino que deciden responder en la medida de sus posibilidades al grito de auxilio de sus hermanos. Países que cargando con su cruz ayudan a otros a cargar con la suya. No podemos dejarles solos o su esfuerzo generoso acabará por ahogarles también a ellos. Es nuestro deber apoyarles afectiva y efectivamente: desde nuestra realidad individual, desde nuestras limitaciones como país, con nuestras heridas y nuestros problemas actuales pero también con nuestras muchas capacidades y dones. Quién sabe, quizás descubramos, como Arlette, que un simple gesto puede cambiar toda una vida.


Este artículo es un comentario a la intención de oración del papa Francisco para el mes de noviembre de 2016: “Que los países que acogen a gran número de refugiados sean apoyados en su esfuerzo de solidaridad”

 

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