“La felicidad de los pobres de espíritu tiene una doble dimensión: en relación a los bienes y en relación a Dios. En relación a los bienes materiales, esta pobreza de espíritu es sobriedad: no necesariamente renuncia, sino capacidad de gustar de lo esencial, de compartir; capacidad de renovar cada día la maravilla por la bondad de las cosas, sin apesadumbrarse en la opacidad del consumo voraz: más tengo, más quiero”.

Fue parte del mensaje que el Papa Francisco dirigió este domingo en el rezo del Ángelus, en la Plaza de San Pedro, a propósito del pasaje de las Bienaventuranzas, que se leyó en la Liturgia de la Palabra. El Santo Padre subrayó particularmente el sentido de la bienaventuranza de los pobres de espíritu, al comentar también que “¡si en nuestras comunidades existieran más pobres de espíritu, existirían menos divisiones, contrastes y polémicas!”.

Francisco recordó que Dios está cerca de los pobres y de los oprimidos y los libera de cuantos los maltratan. «Pero en esta predicación, Jesús sigue un camino particular: comienza con el término “bienaventurados”, es decir, felices; prosigue con la indicación de la condición para ser así; y concluye haciendo una promesa. El motivo de la bienaventuranza, es decir, de la felicidad, no está en la condición pedida – «pobres de espíritu», «afligidos», «los que tienen hambre y sed de justicia», «perseguidos»… – sino en la promesa que sigue, que ha de ser recibida con fe, como don de Dios. Se parte de la condición de dificultad para abrirse al don de Dios y acceder al mundo nuevo, el «reino» anunciado por Jesús. No es un mecanismo automático, sino un camino de vida de seguimiento del Señor, por el cual la realidad de dificultad y de aflicción es vista en una perspectiva nueva y experimentada según la conversión que se actúa. No se es bienaventurado sin haberse convertido, si no se está en grado de apreciar y vivir los dones de Dios.”.

…pobres de espíritu

El pobre de espíritu es aquél que ha asumido los sentimientos y las actitudes de los pobres, que en su condición no se rebelan, sino que saben ser humildes, dóciles, disponibles a la gracia de Dios. La felicidad de los pobres de espíritu tiene una doble dimensión: en relación a los bienes y en relación a Dios. En relación a los bienes materiales, esta pobreza de espíritu es sobriedad: no necesariamente renuncia, sino capacidad de gustar de lo esencial, de compartir; capacidad de renovar cada día la maravilla por la bondad de las cosas, sin apesadumbrarse en la opacidad del consumo voraz: más tengo, más quiero. Este es el consumo voraz. Y esto mata el alma”. “En relación a Dios, es alabanza y reconocimiento que el mundo es bendición y que en su origen está el amor creador del Padre. Pero es también apertura a Él, docilidad a su señoría: ¡Él es el Señor, no yo, y docilidad a su señoría, que ha querido el mundo para todos los hombres en su condición de poquedad y de límite”.

“El pobre de espíritu es el cristiano que no confía en sí mismo, en sus riquezas materiales, no se obstina en sus propias opiniones, sino que escucha con respeto y sigue con gusto las decisiones de los demás. ¡Si en nuestras comunidades existieran más pobres de espíritu, existirían menos divisiones, contrastes y polémicas! La humildad, como la caridad, es una virtud esencial para la convivencia en las comunidades cristianas. Los pobres, en este sentido evangélico, se presentan como aquellos que tienen despierta la meta del Reino de los cielos, haciendo entrever que éste es anticipado como germen en la comunidad fraterna, que privilegia el compartir en lugar del poseer. Quisiera subrayar esto: privilegiar la comunión en lugar de la posesión.  La Virgen María, modelo y primicia de los pobres de espíritu por ser totalmente dócil a la voluntad del Señor, nos ayude a abandonarnos a Dios, rico en misericordia, para que nos colme con sus dones, especialmente con la abundancia de su perdón”.

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