Por Rafael González Beltrán, SSP.

Me refiero a cuando vemos que adolescentes, jóvenes y adultos están unidos por una misma dinámica: se visten, hablan y se comportan casi igual. También manifiestan las mismas dificultades: pasividad, escaso espíritu de iniciativa, dependencia.

Resulta difícil comprender quién de ellos sea verdaderamente un adulto. Al mismo nivel de preocupación se observa la difusa fuga de la responsabilidad, que lleva a posponer indefinidamente la opción de vida, engañándose continuamente con la idea de que aunque pasen los años, se tienen las mismas posibilidades.

Datos de distintas partes del mundo muestran que más del 70% de personas de edad comprendida entre los 19 y los 39 años prefieren vivir con sus padres y no sólo por motivos económicos, dado que varios de ellos cuentan con un trabajo estable y un ingreso que les permitiría vivir autónomamente.

Asistimos a un aumento preocupante de jóvenes y/o adultos que se estacionan en una especie de “limbo” sin opciones y sin expectativas. Aquí se ubica la “generación de los ninis”.

Pero dicha condición no es vivida, en la mayoría de los casos como problemática. Algunas de las respuestas que ofrecen cuando se les consulta (jóvenes entre 15 y 19 años): la mayor parte dice que no encuentra un trabajo, porque han decidido no hacerlo, porque de trabajar o estudiar no quieren saber nada (“no me interesa”, “no tengo necesidad”).

Entre personas de 25 a 35 años y sin trabajo, expresan que están “desanimados”, o “para que buscan un trabajo si de todas maneras no hay”.

Otro porcentaje pertenece a los convencidos inactivos: no buscan trabajo y no están dispuestos a buscarlo. La firma Metroscopía, revela que el 54% de jóvenes entre los 18 y los 35 años declara “no tener ningún proyecto al cual dedicar el interés o las propias ilusiones”.

A esta situación de confusión se agrega otra grave crisis de la autoridad y de la aplicación de la norma. Dicha tarea irrenunciable no es atendida por varios motivos: porque aquellos que debieran vivir la norma, los adultos, no tienen la fuerza, tienen miedo de aparecer como impopulares y no raramente porque ellos mismos no creen más y encuentran en el intento de aplicación una fuente de dificultades y conflictos.

Pero, el aspecto quizás más preocupante e incluso triste de esta carencia, es que la norma que el adulto debería proponer y cuidar desaparece, porque en varias ocasiones los mismos educadores y los progenitores se encuentran prisioneros de los mismos problemas afectivos, relacionales e incluso de marcadas dependencias.

De aquí surge la profunda crisis del adulto, que corre el riesgo de desaparecer: si un adulto es alguien que asume las consecuencias de sus actos y de sus palabras, no podemos más que constatar un fuerte debilitamiento en nuestra sociedad. Los adultos parecen haberse perdido en el mismo mar donde naufragan sus propios hijos, sin ninguna distinción generacional, al menos en un preocupante porcentaje.

 

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