Por Eugenio Lira Rugarcía, Obispo Auxiliar de Puebla y Secretario General de la CEM

22 de octubre

En este Año de la Fe, hoy celebramos a un “gigante de la fe”: el beato Juan Pablo II, que será proclamado santo por el Papa Francisco el año entrante, y quien en el primer viaje pastoral de su Pontificado quiso visitar nuestro México en 1979.

Karol Jozef Wojtyla nació en 1920 en Polonia. Su madre murió cuando tenía 9 años y su único hermano cuando tenía 12. Educado en la fe por su padre, que era muy religioso, desde niño participó en el catecismo y en el grupo de monaguillos de su Parroquia. Poseedor de grandes cualidades para el estudio, el deporte, la literatura y la actuación, ingresó a la universidad Jaghellonica de Cracovia. Pero la ocupación Nazi interrumpió sus estudios. Entonces se empleó en una cantera, donde escribió: “toda la grandeza del trabajo bien hecho es grandeza del hombre”.

En 1941, al volver del trabajo, encontró a su padre muerto. Perdía así a su último familiar cercano; el hombre de constante oración, que le había educado en la fe. Pero Karol no se derrumbó. Unido a Dios en su Iglesia perseveró en la oración formando parte del grupo “El Rosario Vivo”, mantuvo contacto con la orden de los Carmelitas, y al tiempo que trabajaba, participaba en el “Teatro de la palabra viva”, dedicado a preservar la cultura polaca.

Esta vida de amor a Dios y al prójimo le permitió escuchar la llamada del Señor. “Ante la difusión del mal y las atrocidades de la guerra –escribió–  era cada vez más claro para mí el sentido del sacerdocio y de su misión en el mundo”. Ingresó al Seminario de Cracovia, que se encontraba en la clandestinidad por la invasión nazi. Fue ordenado sacerdote en 1946 y se le envió a Roma a doctorarse. Al volver fue designado vicario parroquial. Luego se convirtió en catedrático de la Universidad Jaghellonica, del Seminario de Cracovia y de la Universidad Católica de Lublin, donde realizó una gran labor entre los jóvenes a través de excursiones.

En 1958 fue ordenado Obispo Auxiliar de Cracovia. En 1962 participó en el Concilio Vaticano II. En 1963 fue designado Arzobispo de Cracovia. En 1967 Paulo VI le nombró Cardenal. Y el 16 de octubre de 1978 fue electo Sumo Pontífice. Recordando ese momento, años después escribió: “Fue necesario recurrir a la misericordia divina para que a la pregunta: «¿Aceptas?», pudiera responder con confianza: En la obediencia de la fe, ante Cristo mi Señor, encomendándome a la Madre de Cristo y de la Iglesia… acepto”.

Así comenzó el largo y fructífero Pontificado de Juan Pablo II, quien durante veintiséis años se hizo heraldo de la misericordia divina a través de su magisterio –especialmente con sus catorce encíclicas–, sus 104 viajes pastorales por el mundo, sus esfuerzos por lograr la unidad de los cristianos y la cooperación entre las diferentes religiones en favor de la paz; su defensa y caridad constante hacia los más necesitados, como lo prueban las fundaciones “Para el Sahel”, “Populorum Progressio” y “Buen Samaritano”, así como su amplia labor en favor de la vida, la verdad, la justicia, la libertad, los derechos humanos y la paz.

“El interés por el otro comienza en la oración –decía– Cuando conozco a una persona, rezo por ella… tengo por principio recibir a cada uno como una persona que el Señor me envía y me confía”. Con esta convicción, haciendo suyas las palabras del ángel en la resurrección, “¡No tengan miedo!” (Mt 28, 5), pidió al mundo: “¡Abran de par en par las puertas a Cristo!”

“Su ¡No tengan miedo! –comenta Benedicto XVI– no se apoyaba en las fuerzas humanas… sino en la palabra de Dios, en la cruz y en la resurrección de Cristo… sólo la misericordia divina puede poner un límite al mal”. Juan Pablo II proclamó esta verdad con confianza, a pesar de haber sufrido “un largo e ininterrumpido martirio”, como señala su secretario particular, Cardenal Stanislao Dziwisz, quien comenta: “Soportaba con gran serenidad, paciencia y virilidad cristiana el dolor… No hacía pesar sus males físicos a ningún otro… Así ha sido, incluso cuando la enfermedad (el mal de Parkinson) comenzó a devastarlo”.

La tarde del sábado 2 de abril de 2005, día dedicado a la Virgen María –a quien había consagrado su vida y su ministerio con el lema “Todo tuyo”– y vísperas del segundo Domingo de Pascua, Fiesta de la Divina Misericordia –que él mismo había decretado–, Juan Pablo II partió a su último viaje: la casa del Padre.  “Con su testimonio –dijo Benedicto XVI al proclamarlo beato– ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio… a no tener miedo de la verdad, porque la verdad es garantía de libertad…”.

“Juan Pablo II –comenta el Papa Francisco– fue el gran misionero de la Iglesia… ha llevado el Evangelio por todas partes… esto para mí es grande”. Ojalá, aprendiendo de su ejemplo y contando con su intercesión, también nosotros seamos valientes y creativos discípulos y misioneros de Cristo. Así, el “Papa amigo” podrá exclamar desde el cielo: “¡México, siempre fiel!”

 

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