Por Jaime Septién
El Papa lo ha dicho en la última audiencia general. ¿Hay una contradicción entre la Iglesia, que es santa, y los pecadores que la componemos? No, ninguna contradicción. Es más, es la única vía para que la Iglesia sea verdadera expresión del amor de Dios. Porque Dios no quiere saber nada de gente “pura”. Esos herejes que se constituyen a sí mismos en dioses. Dios conoce a su criatura, y sabe que está hecha a su imagen –por eso puede ser santa—y de un barro mal cocido: por eso es pecadora. En un momento de su discurso, el Papa Francisco alzó la vista y preguntó a los 45 mil que fueron a la audiencia del pasado 3 de octubre: “¿Algunos de nosotros ha venido aquí sin pecado?” La respuesta que dio el mismo pontífice fue: “Ninguno”. Claro que ninguno. Porque esa misericordia de Dios que nos sabe pecadores y en lucha constante por evitar el pecado es la que se manifiesta en el amor. ¿Quién puede amar a otro que se considera “puro”? Solamente Dios es santo. Los demás, incluyendo al Papa, según la definición que de él hace Francisco, somos pecadores. Serlo no es blasón de orgullo, pero tampoco de una vergüenza tal que nos aleje del ideal: la santidad.