Por Juan Gaitán

Cualquier persona que haya escuchado o leído unos pocos mensajes del Papa Francisco, podrá notar en ellos su insistencia en ciertos temas, incluso la repetición de expresiones concretas, duras, francas: la Iglesia pobre para los pobres, la denuncia de la trata de personas, recen por mí, el grito que pide paz, el rostro misericordioso de Dios, el llamado al clero a no tener actitudes principescas, ¡el salir a las periferias geográficas y existenciales!

Para muchos, Francisco es atrayente, su mensaje gusta, sin embargo ¿aplaudimos sus llamados y denuncias sólo porque nos parecen buenos o más bien porque nos empujan a hacerlos realidad? Esto se puede profundizar en el Documento de Aparecida, un hermoso texto de los obispos de América Latina y el Caribe en el que el entonces Cardenal Bergoglio tuvo una importante participación.

Periferias geográficas y existenciales

Francisco repite con insistencia a la Iglesia: ¡vayamos a las periferias! El texto de Aparecida ayuda a comprender mejor esa invitación: “La Iglesia necesita una fuerte conmoción que le impida instalarse en la comodidad, el estancamiento y en la tibieza, al margen del sufrimiento de los pobres del continente” (DA 362).

¿Quiénes son estos pobres del continente? ¡Las periferias existenciales! ¿Dónde es eso? De nuevo Aparecida responde con una larga enumeración: Comunidades indígenas y afroamericanas, mujeres excluidas en razón de su sexo, raza o situación socioeconómica, jóvenes que reciben educación de baja calidad y que no tienen oportunidades, pobres, desempleados, migrantes, desplazados, campesinos sin tierra y personas con empleos informales. También niños sometidos a la prostitución infantil, niños víctimas del aborto, familias que viven en miseria y pasan hambre, tóxicodependientes, personas con capacidades diferentes, portadores y víctimas de la malaria, la tuberculosis y VIH – SIDA, secuestrados, víctimas de la violencia, del terrorismo, de conflictos armados, ancianos excluidos, indigentes y presos que viven en situaciones inhumanas (Cfr. DA 65, 402).

Seguramente todos conocemos prójimos incluidos en esta lista. La enumeración es vasta, tal vez desalentadora, sin embargo, el mismo documento nos recuerda la esperanza cristiana, nos pide salir de la tranquilidad de nuestros templos “para proclamar que el mal y la muerte no tienen la última palabra, que el amor es más fuerte.” (DA 548).

Cuando Aparecida habla de “la misión de los discípulos al servicio de la vida plena”, pide que la Eucaristía rinda “frutos de cambio”. Y cita a San Juan Crisóstomo: “¿Quieren en verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consientan que esté desnudo. No lo honren en el templo con manteles de seda mientras afuera lo dejan pasar frío y desnudez.” (DA 354).

Hagamos nuestras estas invitaciones del Papa, ¡no consintamos que el cuerpo de Cristo esté desnudo! Vayamos con prontitud a las periferias para convertir a estos cristos crucificados, hermanos nuestros, en el centro de la atención de la Iglesia.

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