Es evidente que vivimos en un mundo donde campea la violencia, tanto en el exterior –violencia física, emocional, psicológica, institucional y estructural– como dentro de nosotros mismos. Por los medios de comunicación y por la experiencia de todos los días nos enteramos de la explotación económica, la destrucción cultural, el racismo, el sexismo y la devastación ecológica, entre otras, que son formas sistemáticas de violencia e injusticia que ponen en peligro no sólo nuestra supervivencia como familia humana, sino también la  profunda necesidad de integridad que tenemos como personas.

En estos días vemos cómo se está poniendo a prueba a la tolerancia en todo el mundo. Los combates se cobran un elevado saldo en lugares como Afganistán, Siria o el Sahel. La crisis económica alimenta la xenofobia y otras formas de discriminación, tan peligrosas como letales. El terrorismo, la trata de seres humanos, las violaciones de los derechos humanos y la violencia contra las mujeres amenazan a millones de personas.

Estas formas de violencia cotidiana nos deshumanizan, degradan y destruyen a nosotros mismos. Las profundas estructuras de violencia que enfrentamos hunden sus raíces en impulsos profundamente arraigados de miedo, odio y codicia, que a menudo alimentan la separación y crean una brecha aparentemente insalvable entre «nosotros» y «ellos».

Así, con frecuencia, proyectamos nuestra propia violencia en los demás; por eso no es raro que lleguemos a considerar que los que se oponen a nosotros son «los malos», «los enemigos». Del mismo modo se suelen justificar sistemas económicos y culturales que menosprecian a otros seres y a menudo se desarrollan instrumentos de guerra verbal, emocional o física para protegernos a nosotros mismos y llevar a cabo lo que pensamos que es justicia.

Violencia combatida con violencia

Por desgracia la violencia tiende a ser respondida con violencia, generando un círculo vicioso, que, sin embargo, no tiene por qué eternizarse. En este tenor, estamos llamados a hacer conciencia de que es posible construir relaciones justas, basadas en el respeto, la igualdad y la búsqueda de la armonía. Inspirados por Jesucristo, que invita a establecer nuevas maneras de relación, muchos hombres y mujeres han encontrado en la mística de la no-violencia un camino para erradicar este mal.

La no-violencia no es sólo ausencia de violencia, es, ante todo una determinación —por tanto no es una “pasividad”— que busca un cambio global y radical, tanto de las estructuras como de los valores que significan y producen injusticia a los hombres;  esta actitud involucra como recurso el amor, mediante métodos que, por supuesto, no impliquen violencia en su sentido estricto.

Mahatma Gandhi —cuyo aniversario de su nacimiento celebramos este día, llamado por la ONU «Día Internacional de la No-violencia»—, la definía como la «fuerza de la verdad», mientras que Martín Luther King, hablaba de ella como la «energía del amor». De ahí que la no-violencia activa no es una omisión ante los desafíos que el odio, la injusticia y la mentira plantean; al contrario, mueve a asumir el reto de reconocer y vencer la violencia que está en nosotros mismos y aprender estrategias para enfrentar los numerosos conflictos que existen y surgen en nuestras sociedades.

En la praxis de Jesucristo

La estrategia de la no-violencia no es ajena al espíritu y praxis cristianas: En su práctica liberadora, Jesús no era pasivo: él combatió, e incluso se enfrentó, a los que eran violentos y opresores. Así, la no-violencia se presenta como  el «tercer camino» del amor activo de Jesús: un camino que no es ni pasivo ni violento, y sugiere que la exhortación de Jesús de «no oponerse al malvado», significa no oponerse violentamente.

Así, se interpreta el llamado de Jesús a «poner la otra mejilla», «despojarse no sólo del manto, sino también de la ropa» y «llevar la carga el doble más lejos», como respuestas creativas y poderosas a la injusticia, que ponen de manifiesto la violencia de los opresores, crean dilemas al opresor y le exigen ver a aquéllos a quienes está atropellando como seres humanos. En suma, Jesús nos llama a enfrentar al adversario de una manera que desafíe las actitudes y estructuras injustas y que, al mismo tiempo, brinde a ambas partes la oportunidad de salvarse del ciclo de la opresión.

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