Por Mónica Muñoz |

Estrenar los modelitos que dicta el último grito de la moda, comprar el teléfono inteligente de última generación, cambiar la tableta que costó miles de pesos por una más reciente, reemplazar el coche de bajo kilometraje cada dos años, endeudarse para conseguir el viaje de ensueño a un continente exótico, y tantos ejemplos que pueden venir a la cabeza, es solamente la muestra de que el mundo materialista ha hecho estragos en nuestro modus vivendi.

Por supuesto, esto sólo le ocurre a cierto sector de la población mexicana que tiene la “fortuna” de pertenecer a la llamada “clase media”, esa que en números no reporta la mayoría de nuestro golpeado país, pero que es quien mantiene a flote la economía de la nación.

Según datos del INEGI, México es un país en donde predomina la clase baja, con el 59.13% de habitantes, que vive en condiciones de pobreza, indignas para un ser humano; el 39.16% pertenece a la clase media y sólo el 1.7% corresponde a la clase alta, que disfruta de privilegios inimaginables.

Pero volviendo a la cuestión que motivó esta reflexión, hemos llegado al punto de ambicionar objetos inútiles que representan una felicidad efímera y que nos alejan de la realidad que priva en la mayor parte del territorio nacional, para no ir tan lejos, porque no dudo que haya quien piense en los hermanos que viven situaciones de hambre en África y se conmuevan ante el espectáculo de niños raquíticos que claman por algo de alimento, sin embargo, no se ponen a pensar que cerca de ellos pudiera vivir una familia numerosa que también necesita de su solidaridad.

Basta con observar los cinturones de miseria que se han desarrollado en los suburbios de las grandes ciudades, colonias irregulares de casuchas edificadas con láminas y material de desecho que alberga a familias enteras y que, dada la terrible desigualdad en la que vivimos, apenas tienen para comer una vez al día, si hay suerte.

Por ello, es urgente recordar que el día que Dios nos pida cuentas, tendremos que reconocer lo poco o nada que nos preocupamos porque nuestros semejantes tuvieran con qué remediar sus males y hacer un ejercicio personal de sobriedad en nuestra vida diaria: ¿cuánto realmente necesito para vivir dignamente y de qué puedo prescindir para ayudar a los necesitados?

No digo que no tengamos derecho a disfrutar de lo que con esfuerzo y sacrificio hemos obtenido como fruto de nuestro trabajo, es importante satisfacer nuestras necesidades esenciales como tener un techo donde vivir, comida suficiente, ropa digna, educación para los niños y hasta diversiones, pero también es necesario recordar que somos administradores y que nos atañe el destino de los menos afortunados.

Ya lo dice claramente la carta del Apóstol Santiago: “¿De qué sirve si uno de ustedes, al ver a un hermano o una hermana desnudos o sin el alimento necesario, les dice: «Vayan en paz, caliéntense y coman», y no les da lo que necesitan para su cuerpo?  (Santiago 2, 15-16)

Porque seamos sinceros, ¿cuántas cosas tenemos que realmente necesitamos? Creo que en la actualidad es urgente revisar nuestro clóset y ver de verdad qué ropa nos ponemos, porque seguramente pasará que encontraremos prendas en buen estado que hace mucho no usamos, es más, ni recordábamos tenerlas.  Los mismo podemos hacer con el refrigerador y la despensa, alimentos en buen estado que se pueden aprovechar y donarlos; al respecto, hace poco el Papa Francisco decía que desperdiciar comida es como robarle a los pobres, en fin, tantas cosas que tenemos de más y que pueden servir a los que menos tienen.

El Evangelio es tajante en este sentido, Cristo promete el Reino de los cielos a los que se preocupan por los pobres: “Les aseguro que cuando lo hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron.” (Mateo 25-40).

No perdamos más tiempo, hay mucha gente que podemos ayudar, ¡ánimo!

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