Por Justo López Melús (+) |

Lejos estaba la leña y todos los días cruzaba el monje el arenal. Muchos años llevaba en el desierto y empezaba a encanecer. A mitad del arenal aparecía una fuente cristalina: sus ganas de beber las reprimía y ofrendaba al Señor el sacrificio del agua. Entonces el Señor le encendía una estrella en el cielo. Valía la pena pasar sed, pues el premio lo compensaba.

Una tarde le acompañaba un joven monje. Cargados con la leña cruzaban sudorosos el arenal. El joven, con los labios resecos, gritó: «¡Padre, mira, una fuente!». Y el anciano reflexionó: «Si yo no bebo, tampoco él se atreverá». Y se fue a la fuente y se puso a beber y beber. El joven, feliz, bebía y bebía. «¿Me faltará hoy la estrella?», sospechó. Al reanudar la marcha, el Señor le había encendido dos estrellas.

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