Por Jorge E. Traslosheros H |

La violencia desatada por el crimen organizado en Michoacán no solamente genera un ambiente de naufragio social, también tiene como directa consecuencia el silencio aterrado de la sociedad civil. Entonces la voz de la Iglesia, a través de los obispos, se torna insustituible y profética.

Los obispos mexicanos han honrado el compromiso de ser pastores que no huyen del ataque de los depredadores, así como la memoria de sus predecesores. Me recuerdan a San Agustín, quien murió durante el sitio de los vándalos a Hipona, así como a numerosos obispos del Medioevo que dedicaron su vida a construir la paz cual defensores del pueblo, como ahora lo hacen los obispos del Medio Oriente y, en su momento, lo hicieran Silva Henríquez y Oscar Arnulfo Romero en Latinoamérica, como August Von Halen en la Alemania nazi.

En una acción coordinada, como no recuerdo otra en el pasado reciente, los obispos hablaron con valentía y gran precisión sobre la situación que viven los hombres y mujeres de Michoacán. Nadie, hasta el momento, se ha atrevido a enmendarles la plana, a no ser el gobernador de la entidad, quien parece desconocer la misma tierra que pisa.

La voz dominante correspondió a don Miguel Patiño, obispo de Apatzingán, por ser el pastor de la zona donde la violencia criminal se ha dejado sentir con más perversidad. De inmediato se sumaron, en cascada, los obispos de la Provincia Eclesiástica de Acapulco presidida por el arzobispo Carlos Garfias, el Arzobispo de Morelia don Alberto Suárez India y, por su medio, el Consejo Interreligioso de Michoacán, como presencia de la ecúmene cristiana, más la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) presidida por el Cardenal Francisco Robles.

Acorde a la más profunda tradición profética de la Iglesia, don Miguel Patiño, en su mensaje, partió de contrastar el anhelo de un Estado de Derecho caracterizado por la seguridad y la tranquilidad, producto de la paz sustentada en la justicia, frente al Estado fallido en el que se ha convertido Michoacán, donde las diversas organizaciones criminales se disputan los territorios, reduciendo a sus habitantes a simples peones y víctimas de un juego perverso.

Sin anestesia, ni efectismos, denunció el sometimiento, la colusión o ineficacia de los gobiernos municipales y del estatal; la presión que los criminales ejercen sobre los líderes sociales, comisarios ejidales y pobladores para obligarlos a pedir la salida del ejército; la impotencia de las poblaciones que intentan defenderse de alguna manera por sus propios medios y; la falta de efectividad en la estrategia de las fuerzas federales que hacen presencia en el estado para quienes, no obstante, pidió un voto de confianza.

Sin protagonismos, ofreció los esfuerzos de la Iglesia, pueblo “que peregrina en la diócesis de Apatzingán”, para construir la cultura de la paz, en la cual ya trabajan, y la promoción de la “pastoral del consuelo para la atención de las víctimas de la violencia”. Al final, pidió al gobierno estatal sumarse al esfuerzo por construir un Estado de Derecho en Michoacán.

Cuando el Papa Francisco pide acudir a las periferias sociales y existenciales, entonces, con buena fe, la prensa suele presentarlo con cariz romántico. Lo cierto es que, en ocasiones, significa arriesgar el pellejo. Don Miguel, la feligresía michoacana y los obispos mexicanos lo tienen claro. Que se haga realidad la oración de la Iglesia: “la paz sea con vosotros”.

jorge.traslosheros@cisav.org
Twitter:
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