Por Felipe de J. Monroy | Director Vida Nueva México

Acercarse a Elena Poniatowska (París, 1932) es aproximarse a un raudal de voces rotas que han sido hilvanadas delicadamente con la ingenuidad y la ilusión de un periodista en busca de una nota, relatos iniciados precisamente en el instante donde debían terminar, donde la historia podía prescindir de ellos para comenzar con la parte seria. Leer a Poniatowska es escuchar voces débiles en punto de fuga, en evidente extinción, pero que dibujan un rostro o muchos rostros y que suelen aparecer indefectibles rellenando un santiamén.

Así es Jesusa Palancares, la fatídica heroína de  Hasta no verte Jesús mío cuya historia Poniatowska  asegura “podé, cosí, remendé, inventé… me limité a adivinar a la Jesusa. Acumulé aventuras, siempre me le adelanté”; así es aquella sirvienta que contesta el teléfono de los patrones y se esfuma de la escena de su vida diciendo: “No hay nadie”. Así también aparecen esos muchos fantasmas de La noche de Tlatelolco,de ese 2 de octubre de 1968 que vienen a pie y vienen riendo: “muchachos y muchachas estudiantes que van del brazo en la manifestación con la misma alegría que hace apenas unos días iban a la feria; jóvenes despreocupados que no saben que mañana, dentro de dos días, dentro de cuatro estarán allí  hinchándose bajo la lluvia, después de una feria en donde el centro del  tiro al blanco lo serán ellos”.

Están esas voces desorientadas y llenas de escombros que recoge la periodista en  Nadie, nada: Las voces del temblor; noticias que nos vienen desde los ojos vidriosos, heridos por el humo o la desgracia; voces que se abren paso tras el cemento evaporado que les afecta quién sabe si para siempre sus gargantas enrojecidas; vívidos acontecimientos que heredamos de aquel sacrificio que se extingue para que no veamos escombros sino un mapa multidimensional construyéndose con un orientado compromiso por el grito ahogado, por la silenciosa muerte.

Frente al cataclismo del 19 de septiembre de 1985, una voz en solitario dice: “Yo ya soy nadie”; Poniatowska pone esa frase en los labios de una de las ¿incuantificables? ¿anónimas? ¿ignoradas? víctimas del terremoto que diezmó a la ciudad de México y, sin embargo, apenas es el inicio de la trágica epopeya de esas voces trémulas de los testigos que limpiaron las ruinas de nuestras falsas ilusiones.

Nadie puede reclamar a la Princesa Roja de no permanecer junto a sus hondas convicciones estéticas y políticas. Lo ha hecho así, natural y testarudamente, como cuando nos regala su propia voz en Amanecer en el Zócalo, voz quedita, anciana y solitaria que vaga por la acampada de protesta por el fraude electoral del 2006; allí, junto al presidente legítimo, ella es una voz rota en medio de los ciudadanos indignados.

Al leer a Poniatowska se tiene que pensar en José Alvarado, ese periodista de Las tristezas del indio, de los personajes también inolvidables como el “Chiflaquedito” o el “Chómpira”, porque el periodismo que se hace a ras del suelo “termina por estar siempre del lado de las buenas causas”, como dijera Hugo Latorre. Ella misma ha declarado frente al Premio Cervantes que debe todo al periodismo; pero no a cualquier periodismo: uno que con sensibilidad y lógica mantienen al cronista atento a los ‘inmensos problemas de la inmensa población’ o como diría ella: “Nada de todo aquello se olvida. Nadie podría contar por sí solo esta historia”.

Mamá, ¿allá atrás se acaba el mundo?

Formula esta pregunta Lorenzo de Tena, el personaje varonil de ficción más real de Poniatowska en La piel del cielo. Inspirado en su marido, el astrónomo Guillermo Haro, Lorenzo es inquieto, rebelde y apasionado; en realidad son los propios ojos de Elena los que a través de su personaje se hacen esta pregunta y se responden. Sí, para las anchas espaldas de las grandes instituciones hay un punto en el que se acaba el mundo pero aún hay mucha gente tras ese rincón minúsculo.

Este es uno de los rincones más dolorosos de La noche de Tlatelolco relatado en voz de Jesús Tovar García, estudiante de Ciencias Políticas de la UNAM, como nos lo presenta Poniatowska: “Un niño de cinco o seis años que corría llorando, rodó por el suelo. Otros niños que corrían junto a él huyeron despavoridos pero un chiquito como de seis años se regresó a sacudirlo: ‘Juanito, Juanito, levántate’. Lo empezó a jalonear como si con eso fuera a reanimarlo: ‘Juanito, ¿qué te pasó?’ Seguramente no sabía lo que es la muerte, y no lo iba a saber nunca, porque sus preguntas ya no se oyeron, solo un quejido, y los dos pequeños cuerpos quedaron tirados sobre el asfalto”. En esos rincones también están “esos chavos comiéndose sus credenciales” de estudiantes, escondidos en un departamento angustiantemente anónimo para que no los reconocieran, para que no los mataran. Hay en Nadie, nada espacios más oscuros y solitarios, espacios irregulares formados por un muro derrumbado o un mueble a punto de estallar. En esos espacios hay gente… había… y las voces que los enumeran son las de los topos, los voluntarios, los héroes anónimos, a los que tampoco oyó ni escuchó la monumental cara del gobierno cuando quiso asomarse a la tragedia.

Jesusa Palancares lo dice mejor con una anécdota: “conocí a Lázaro Cárdenas como soldado raso antes de que llegara a la presidencia y no de fanfarrón con todo su Estado Mayor, con su gente, dando órdenes de secretito a todos sus achichincles”. Jesusa se queja de que una vez se encontró con Cárdenas, pero que éste no la reconoció “porque los jefes no se fijan en las gentes y más cuando son pobres como yo”.

Allí donde se acaba el mundo, Elena nos ofrece un México surreal y vivo, potencialmente vivo; con “marchantes con centavos liados en un pañuelo”, con mercados que huelen “a fritangas, a maíz tostado, a cebolla, a cilantro, a yerbas del monte”, donde “los vendedores ofrecen sus alteros de naranjas, sus sandías atrincheradas, sus pirámides de chile poblanos que relumbran verde, sus montoncitos de pepitas de calabaza”; lugares donde basta una pregunta ingenua: “Bueno niña, ¿tú qué vendes?” para desatar una historia etérea, volátil y fluida de una niña que vende la nube de sus sueños; una historia que puede ser real, que se hace real mientras más confiamos en las palabras de la niña: “la tengo que vender porque en mi casa estamos muy pobres”.

Y es que, en palabras de Juan Villoro: “Con el nombre de Elena Poniatowska, el Premio Cervantes honra a los miles de chismosos, indignados, desesperados y denunciantes que le han dicho algo. Ninguna bibliografía contiene en forma tan extensa la sinceridad ajena”. Los que fueron escuchados por Elena, asienten por ahora en silencio.

@monroyfelipe

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