Por Jorge E. Traslosheros H. |

El Papa Francisco se ha caracterizado por su cercanía pastoral, lo profético de sus gestos y la fuerza de su predicación. La Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium le pinta de cuerpo entero. Es una provocación imposible de ignorar.

Cada mañana, durante la misa en casa Santa Martha, siembra una pequeña reflexión que los medios católicos reproducen y, en ocasiones, también los seculares. Después, en la audiencia de los miércoles y el ángelus del domingo, refuerza la predicación. Su palabra, oración y acción tienen por común denominador la ternura revestida de alegría, por lo que sus muy duras palabras de denuncia contra los absurdos de nuestro tiempo suelen calar hondo. Este documento es, en más de un sentido, la síntesis de sus reflexiones e intenciones ahora convertidas en inequívoco magisterio pontificio. Quien quiera conocer a Francisco y saber hacia dónde conduce a la Iglesia, sólo tiene que leer esta Exhortación. No hay modo de perderse.

El objetivo de su pontificado se anuncia desde la primera línea del documento. Anunciar “la alegría del Evangelio que llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús [pues con él] siempre nace y renace la alegría”. De manera explícita se pone en sintonía con Benedicto XVI, porque “no se comienza a ser Cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una persona que da un nuevo horizonte a la vida y con ello una orientación decisiva”. Sobre este principio y fundamento se plantea dos objetivos: invitar a los cristianos “a una nueva etapa evangelizadora marcada por esta alegría y señalar el camino de la Iglesia en los próximos años”.

Al terminar la lectura queda una sensación de novedad, frescura, fuerza y decisión que provocan el deseo de sumarse al llamado. Después, al analizar el texto con más detenimiento, se comprende el secreto de su atrevimiento. El magisterio de Francisco está fuertemente sostenido en la escritura y en la tradición de la Iglesia.

El análisis de las fuentes y la estructura del discurso resulta revelador. Sus reflexiones siempre parten de una provocación bíblica y desde ahí articula sus ideas con agilidad y con un toque muy personal, por lo que resulta claro que estamos ante un pastor anunciando la Palabra e invitando a la Iglesia a ponerse en estado de oración y misión. Después, acude a dos grupos de fuentes que sustentan cada una de sus ideas. Por un lado, el magisterio pontificio donde se lleva la plana Juan Pablo II, seguido de Benedicto XVI, Paulo VI y Juan XXIII, en este orden. Por otro, es contundente la presencia del Concilio Vaticano II, seguido de los documentos de Aparecida (2007) cual magisterio del episcopado latinoamericano y, en la misma lógica de colegialidad, hace su aparición con precisión quirúrgica la tradición sinodal de las iglesias de Norteamérica, Europa, África, Asia y Oceanía. Un dato interesante, Santo Tomás resulta ser su teólogo favorito.

Francisco nos muestra una de las más bellas paradojas del cristianismo, señalada por Chesterton con desafiante gozo. Quien se aventure en los caminos del Evangelio con honestidad y atrevimiento —con riesgo de accidentarse diría Francisco—, muy pronto se encontrará en el terreno de la ortodoxia y la comunión. Quien pretenda defender la ortodoxia desde un castillo roquero, caerá en la trampa del puritanismo condenándose a roer el duro hueso de la amargura.

jorge.traslosheros@cisav.org
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