Por Juan Gaitán |

Me resulta imposible imaginar a un cristiano que ame a Dios, que ame a su prójimo como a sí mismo y que al mismo tiempo desprecie la naturaleza. El asombro por la belleza de la creación, indudablemente, es un camino para llegar a experimentar el amor de Dios.

Actualmente, la actitud ecológica se ha convertido en algo fundamental para quien es consciente de su ser en medio del mundo, de su vivir en un ambiente que debe ser respetado y cuidado con una especial atención.

Incluso las grandes empresas han encontrado en la idea de lo ecológico un modo de venderse mejor, porque es cierto que el planeta necesita que nos hagamos responsables de los daños de los que somos capaces.

Sin embargo, existe otra actitud que es fácil notar en redes sociales y conversaciones espontáneas, que me resulta preocupante. De un tiempo para acá, se ha otorgado gran valor (¿sobrevalorado?) a la defensa de los animales, especialmente mascotas como perros y gatos. Las fuerzas que católicos fervientes dedican a esta defensa de animales últimamente se ha vuelto inmensa… ¿y la defensa de los seres humanos marginados?

Promover una cultura que sea consciente del valor de la vida animal y vegetal, así como del medio ambiente, hoy es más que necesario, pero eso es distinto a una cultura que prefiere con determinación invertir su tiempo, dinero y esfuerzo en la promoción de hospitales para perros callejeros, que en drenaje para que los niños que viven en las periferias urbanas no contraigan enfermedades graves al caminar en la calle los días de lluvia.

Ya el psicólogo Maslow lo decía: para que el ser humano logre su realización, son necesarias ciertas condiciones fisiológicas y materiales mínimas como alimentación, salud, techo, vestimenta, sueño. ¿Dar esas condiciones a todos nuestros prójimos, hijos de Dios, es una meta alcanzada como para invertir nuestros recursos (materiales y no materiales) en la protección y salud de perros y gatos?

Se hace necesario volver sobre el concepto de dignidad de la persona humana, la cual, en sí misma, posee inteligencia, voluntad, libertad, conciencia (unificadas en un alma espiritual). Y, además, si añadimos la Revelación aceptada por la fe, decimos que el ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios (no así los perros o los gatos), redimido por Cristo, quien ha preparado rebosante de misericordia el gozo eterno para hombres y mujeres.

El ser humano ha sido dotado por Dios de espiritualidad, quien le ha concedido una dignidad principalísima. Los perros y los gatos, hay que decirlo, no cuentan con esa capacidad espiritual.

¡Qué urgente es hoy en día transformar las estructuras sociales para que los niños que viven en marginación puedan realizar sus proyectos, vivir la vocación a la que Dios los ha llamado! El hombre posmoderno está perdiendo la dimensión de escándalo ante las injusticias sociales, ante la pobreza extrema, ante los asesinatos cotidianos. En cambio, hoy escandaliza que una celebridad aparezca cazando en fotografías.

Ahora bien, habrá quien diga: Es que hay perros que son más buenos que muchas personas. Si, exagerando, se pudiera hablar de “bondad” o “maldad” en las acciones de los animales del mismo modo como se habla de la moralidad en el ser humano, incluso así los perros no adquieren la dignidad de los hijos de Dios. Nuestro amor por los necesitados no debe basarse en la bondad o maldad que realicen, sino en su condición de seres creados a imagen y semejanza de Dios. Él, creador del universo, mantiene su amor insondable por nosotros no porque seamos buenos, sino porque somos sus hijos (!).

Los extremos son peligrosos, lo sabemos. Despreciar la naturaleza es despreciar la creación de Dios, la cual, insisto, es una vía para llegar a experimentar su amor. ¡Cuánto belleza nos ha sido regalada! ¡Qué precioso es el comportamiento de los animales, su estudio, la convivencia con ellos, qué dicha compartir en el mundo con tan vasta cantidad de especies de seres vivos!

El otro extremo es olvidar lo que realmente es la dignidad de la persona humana, de hijos e hijas de Dios. Olvidar las necesidades de nuestros prójimos más necesitados. Olvidar las realidades más tristes de las estructuras (políticas, económicas, sociales, etc.) de las que todos formamos parte y que mantienen a seres humanos en condiciones infrahumanas.

Tomemos en serio lo que es la persona humana, la dignidad de mi prójimo, la Gloria preparada por Dios para el hombre, la redención en Jesucristo. Que con un corazón profundamente amoroso sepamos dar a coda cosa su lugar. Y me quedo pensando si soy verdaderamente consciente de mi condición de hijo de Dios y de que las personas que me rodean también lo son.

Por favor, síguenos y comparte: