Por Fernando Pascual |

La sinceridad es una virtud que está de alza. Apreciamos mucho que una persona hable y actúe sin máscaras, desde su corazón, con una transparencia que inspira confianza.

Sin embargo, hay ocasiones en que un modo incorrecto de entender la sinceridad provoca daños, genera tensiones, hiere a las personas. ¿Cuándo ocurre eso? Cuando uno se apoya en el ideal de ser sincero para hablar o para actuar sin haber considerado antes si lo que va a decir o a hacer puede provocar daños indebidos en otros.

Por ejemplo, el familiar que se ampara en la sinceridad para divulgar los hechos privados de un cuñado que no deberían ser lanzados por aquí y por allá, seguramente actúa con transparencia, pero puede provocar heridas y problemas enormes en la propia familia.

Lo mismo vale en el ámbito del trabajo o entre amigos. Pensamos y sentimos muchas cosas, pero antes de poner en Facebook o en otra red social “lo que pienso”, necesito reflexionar unos momentos: ¿vale la pena escribir esto? ¿Puedo herir injustamente a otros y provocar algún tipo de escándalo?

Ser prudentes no significa herir la belleza del ser sinceros, sino añadir una dimensión que enriquece a la persona por su capacidad de tener presente la buena fama de otros y la concordia y la paz justa en los ambientes familiar y profesional en los que uno se mueve.

Unir prudencia y sinceridad eleva a las dos virtudes. Una y otra, al encontrarse juntas, construyen relaciones sanas y serenas, al evitar los daños que se producen si se adoptan decisiones inadecuadas, y al promover un clima de respeto y de sana franqueza entre aquellos que viven a nuestro lado.

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