Jorge E. Traslosheros |

Tuve el gusto de participar en la 30 asamblea de la Asociación Mexicana de Instituciones de Educación Superior de Inspiración Cristiana (AMIESIC), es decir, de las universidades que se consideran vinculadas a la Iglesia Católica.

En mi conferencia compartí algunas reflexiones que surgen desde un punto de observación extraño. Soy católico de a pie, un laico del común que trabaja felizmente como investigador en la UNAM. Desde aquí, se les observa sumidas en una crisis de credibilidad por falta de identidad y por una mentalidad centrada en la eficiencia. Es decir, por un frágil testimonio.

Su credibilidad no depende de números, eficacia administrativa o calidad académica. Son elementos importantes, pero en manera alguna decisivos. Si tal fuera el caso, hace mucho hubieran alcanzado su objetivo. La excelencia es condición necesaria, pero no suficiente. La eficiencia no las justifica.

Los católicos, como nuestras instituciones, tenemos frente a nosotros un dilema cotidiano, una tensión que marca nuestras vidas. La palabra católico puede ser usada como adjetivo calificativo y así decimos “un historiador católico”, “la universidad católica”; pero al hacerlo le transformamos en algo contingente y, por ende, en simple ideología que se puede abandonar, cambiar o manipular. Por el contrario, cuando católico se torna en sustantivo, entonces define nuestra identidad, constituye nuestra persona, nuestro ser en el mundo y la relación con los demás. Se transforma en el suelo firme que sostiene nuestros pasos.

Esta falta de identidad se hace muy notoria por su escaso involucramiento en los grandes debates nacionales. El espacio natural de la universidad son las ideas, lo que hoy significa articular el diálogo entre fe y razón. Así, a falta de buenas razones, la fe se desdibuja. Su voz es débil. Se deslizan, en tobogán, a la irrelevancia. Para quien está llamado a anunciar con razones la Palabra, resulta grave.

Se extraña un esfuerzo consistente y duradero para integrar el concierto de voces católicas, cual sinfonía diría el Papa, entre católicos profesionistas, académicos e intelectuales. Nos urge dar la batalla en el espacio común de la razón contra la dictadura del relativismo y la cultura del descarte que, en México, tiene el desfigurado rostro de la violencia.

Ante el muy valiente magisterio del Papa Francisco, suena por lo menos extraño observar universidades vinculadas a la Iglesia que prefieren llamarse “de inspiración cristiana”, en lugar de confirmar su identidad con serena firmeza. Diluir la identidad, por el pretexto que sea, no genera respeto alguno. Provoca ironías y burlas pues sólo quien se toma en serio puede ganarse el respeto de los demás. Lo lamento, pero así se ven las cosas desde la UNAM.

El asunto es más sencillo de lo que parece. ¿Se imaginan a Francisco diciendo que él no es un Papa católico, sino tan sólo de inspiración cristiana? Su firme testimonio como digno hijo de Loyola debe llamar a reflexión.

Francisco acaba de emplazar a las universidades católicas para sumarse a la nueva evangelización como discípulos de Jesús. Con su acostumbrada claridad, afirmó: “En mi reciente exhortación apostólica […] he reiterado la dimensión misionera del discipulado cristiano, [el cual] tendría que percibirse de forma especial en las universidades católicas que, por su naturaleza, están comprometidas en demostrar la armonía entre fe y razón y en evidenciar la importancia del mensaje cristiano para una vida plena y auténtica”. Al buen entendedor, pocas palabras.

jorge.traslosheros@cisav.org
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