OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozorrutia, rector del Seminario Conciliar de México |

La referencia de unas religiosas coreanas que sirven en México ha dirigido mi atención sobre la patinadora artística que obtuvo la medalla de plata en las recientemente concluidas Olimpiadas de Invierno, Yuna Kim. Esta mujer exquisita y admirable se convirtió al catolicismo a partir del encuentro con religiosas carmelitas, y además de su brillante desempeño deportivo, ha mantenido un compromiso personal por «hacer del mundo un mejor lugar». No sólo destaca por sus donativos personales y la promoción de obras de beneficio social, sino que su propio testimonio la presenta como una persona ecuánime y pacífica. Ahora mismo, que muchos cuestionaron su derrota ante una de las representantes del país anfitrión, ella mostró un talante y una calidad humana de la más alta estatura.

Cuando se entiende la misión de los discípulos de Cristo, conforme al Evangelio, como ser «sal de la tierra» y «luz del mundo» (Mt 5,13-14), se descubre una de sus facetas más fascinantes. En los ámbitos más diversos, se puede incidir para bien, sin renunciar al desempeño competitivo de los propios talentos. Venciendo, en particular, el clericalismo -que muchos identifican, equivocadamente, con lo católico-, queda claro que el fiel laico brilla en particular cuando realiza adecuadamente su propio estilo de vida.

En la Evangelii Gaudium,el Papa Francisco reconoce la prioridad de la relación persona a persona en el anuncio del Evangelio. «Ser discípulo es tener la disposición permanente de llevar a otros el amor de Jesús y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en la calle, en la plaza, en el trabajo, en un camino» (n. 127).

Pero no se olvida que antes de la palabra está el ejemplo vivo de quien se profesa creyente. Enseñaba Paulo VI a este respecto: «Supongamos un cristiano o un grupo de cristianos que, dentro de la comunidad humana donde viven, manifiestan su capacidad de comprensión y de aceptación, su comunión de vida y de destino con los demás, su solidaridad en los esfuerzos de todos en cuanto existe de noble y bueno. Supongamos además que irradian de manera sencilla y espontánea su fe en los valores que van más allá de los valores corrientes, y su esperanza en algo que nos e ve ni osarían soñar. A través de este testimonio sin palabras, estos cristianos hacen plantearse, a quienes contemplan su vida, interrogantes irresistibles» (Evangelii nuntiandi, n. 21).

Para Yuna Kim, la solicitud generosa de su médico y de la comunidad religiosa que conoció fue fundamental para descubrir a Jesucristo. Ella misma, en su convicción y congruencia, prolonga la alegría de la fe en su propia carrera deportiva, que, según se dice, ha concluido en estos Juegos. Algunos podían observar que antes de participar en las competencias se persignaba, o incluso que llevaba un decenario del rosario como anillo. Pero el brillo más notable de su fe se expresaba en el desempeño de sus rutinas. Por ello cuando se le pregunta de qué está más orgullosa, puede decir: «De los programas de patinaje limpios en los Juegos Olímpicos».

El nombre cristiano de Yuna Kim es «Stella», por María «estrella de la mañana». Además del delicado toque femenino de esta expresión, evoca la discreción con la que la madre de Jesús prologaba con su luz la aparición del Sol de Justicia. El buen sabor de boca que deja su testimonio corresponde a la realización de su vocación. Uno de tantos pincelazos de fidelidad a Cristo que hacen del mundo, realmente, un mejor lugar.

Publicado en el blog Octavo Día, de El Universal (www. eluniversal.com.mx), el 21 de febrero de 2014. Reproducido con autorización del autor: padre Julián López Amozorrutia. 

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