OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozorrutia, rector del Seminario Conciliar de México |
Lucidez. Eso busca la Cuaresma. Ayudarnos a ver con claridad, a valorar con justicia, a reconocer el recto sentido. Aquí estoy. Existo. Y aunque en cada paso que doy estoy tan familiarizado con mi presencia, que no percibo ordinariamente su sorpresa, es un hecho que el universo entero podría funcionar sin mí. Con todo, soy parte del mundo. Y no sólo estoy en él. Una chispa interior me despierta para conocer que aquí estoy, para saber de mi existencia, para admirarme de ella y responsabilizarme de ella. Incluye muchas preguntas. Infinidad de ellas. Pero antes que nada me entrega a mí mismo como una compañía consciente, como un diálogo personalísimo, como una incansable permanencia. Mi realidad y la realidad se conjugan como una aventura apasionante. «Y vio Dios que la luz era buena» (Gn 1,4).
La lucidez, como la sabiduría, «es más bella que el sol y supera a todas las constelaciones. Comparada con la luz del día, sale vencedora, porque la luz deja paso a la noche, mientras que a la sabiduría no la domina el mal» (Sab 7,29). El hombre prudente la implora y sabe que ella lo guiará en sus obras y lo guardará en su esplendor (cf. Sab 9,11).
La luz abrasa cada célula de mis tejidos. Lo supo el profeta (cf. Jr 1,5) y lo cantó el salmista. «Señor, tú me sondeas y me conoces. Me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos penetras mis pensamientos; distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares» (Sal 139,1-3). Y ello se remonta a mi propio principio. «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno» (Sal 139,13). Descubrirme vivo es también encontrarme con un saber que me antecede y sobrepasa, con una luz que está antes de mí y después de mí, abarcándome y trascendiéndome. Alguien que, como balbuceó Octavio Paz elevando los ojos al cielo estrellado, «me deletrea».
Pare el orante, esta luz se convierte en súplica: Sondéame, oh Dios, y conoce mi corazón, ponme a prueba y conoce mis sentimientos, mira si mi camino se desvía, guíame por el camino eterno» (Sal 139,23). Con ello no se renuncia al escrutinio de la propia mirada, pero se reconoce una luz mayor, dentro de la cual se arropa la visión más personal. Aunque queden para mí tantas zonas oscuras de mi propio ser, hay alguien ante quien soy transparente. No puedo huir. Tampoco necesito huir. El suyo es siempre un gesto que me afirma, que me confirma, que me redime. Pronunció mi nombre con amor, y me fragua en libertad convidándome el gusto de su propio amor.
En el sagrario más íntimo de mi identidad, su luz y la mía coinciden. Por eso puedo implorarle que mire si mi camino se desvía, y me guíe por la senda eterna (cf. Sal 139,24). Considero mis pasos con el deseo sincero de que su palabra luminosa los oriente. Sé que soy polvo y que el polvo de la muerte me consumirá un día, pero sé también, con Quevedo, que «nadar sabe mi llama el agua fría», y que el polvo enamorado adivina la trascendencia.
Tiempo de amor en crecida, su pasión no pierde la agudeza del sentido. Al contrario, entre más ama, mejor conoce, y por eso se despoja de fuegos fatuos, para consagrarse en la humildad serena que reposa el rostro sobre el pecho amado. La lucidez más pura no sólo aspira a la sabiduría, sino que se deja mirar desnuda por ella, pues se sabe amada. Sabe que Dios le dice: «Paloma mía, en las oquedades de la roca, en el escondrijo escarpado, déjame ver tu figura, déjame escuchar tu voz: es muy dulce tu voz y fascinante tu figura» (Ct 2,14). Y en ese encuentro sublime se purifica.
El próximo jueves 13 de marzo, se presentará el libro de un servidor En llama viva, un itinerario para vivir la Cuaresma, en la Parroquia Coronación de Santa María de Guadalupe, frente al Parque España, a las 7:30 P.M. Están todos cordialmente invitados.
Publicado en el blog Octavo Día, de El Universal (www. eluniversal.com.mx), el 7 de marzo de 2014. Reproducido con autorización del autor: padre Julián López Amozorrutia.