Por Felipe Monroy, Director Vida Nueva México

Dudo mucho que se entienda bien el primer año del papa Francisco sin un poco de humor; de hecho quienes suelen ser incapaces de tomarse ellos mismos un poco menos en serio parece que también están inhabilitados para expresar la alegría en el azaroso devenir de la historia y esto es, en síntesis, el programa pontificio de Jorge Mario Bergoglio: testimoniar con alegría y confianza el anuncio de la Buena Nueva en el atribulado mundo contemporáneo.

Para no confundir al lector debo advertir que Francisco no ha roto con el protocolo de su investidura (esto a pesar de la cada vez mayor y más frecuente renuncia de los papas a indumentarias y parafernalia tradicional pero innecesaria), ni podría decir que se ha tomado a la ligera el ministerio petrino (aunque él mismo haya confesado que es ‘un indisciplinado al respecto’) o que la gravedad de los tiempos actuales le importen poco, pero sí creo que la impostación de voz que en ocasiones toma para denunciar lo estrictamente urgente es tan valiosa como el humor con el que expresa su estilo personal de hablar y sentir; de vivir cristianamente, agregaría.

“¿Qué es esta alegría? –explicaba en la misa del 10 de mayo del 2013 en casa Santa Marta- ¿Es estar contento? No: no es lo mismo. Estar contento es bueno, ¿eh?, pero la alegría es algo más, es otra cosa. Es algo que no viene de motivos coyunturales, del momento: es algo más profundo. Es un don”.

Un sacerdote que participó en aquella ya histórica misa con Francisco, junto al arzobispo de Mérida (Venezuela), Baltazar Porras Cardozo, me relató: “mientras todos escuchábamos la homilía con el ceño fruncido, asintiendo con la cabeza y el gesto serio, Francisco viene con aquello de los cristianos melancólicos que tienen más cara de pepinillos en vinagre que de personas alegres que tienen una vida bella. No sabíamos si llorar o reír… pero seguro a todos se nos quitó la cara esa y tuvimos que parar bola (poner atención)”.

El papa Francisco, en síntesis, es anticlimático para aquellos que piensan que lo único digno, justo y verdadero que le queda al mundo es la ideología a la que pertenecen o la creencia que profesan. Así, los periodistas somos “leones no tan feroces” y “santos de no devoción”; a los karatecas hay que “saludarlos con respeto”; el confesionario “no es una sala de torturas”; los buenos jóvenes “arman lío”; y, para decirlo con propiedad, la civilización actual “se pasó de rosca” al excluir mediante el culto al dinero a los polos de la vida.

Con Francisco, ni hablar, hay que dejar pasar esa idea de Dios que hace de ‘banco’ en un juego de apuestas: “Si Dios me puso aquí, ¡que Dios me banque!”; o reflexionar sin afectación simulada sobre los “obispos polígamos, que están casados con una [diócesis] pero esperando ver cuándo viene la promoción” o sobre los clérigos acusados de corrupción quienes “no son precisamente la beata Imelda”. Nada es tan solemne ni tan poderoso como para hablar siempre de ello con presunción absoluta o con guiños fariseos. Cuando, por ejemplo, se le intentó comparar con el pobre santo de Asís, Bergoglio le dio la vuelta al tema: “por razones psiquiátricas: no puedo vivir sólo… y por razones de pobreza: si no hubiera tenido que gastar en psiquiatras mucha plata”.

El buen humor además, desarticula exageraciones y fantasías sinsentido. Como aquellas fraguadas por los conspiracionistas que suelen sembrar dudas innobles y acusar de hechos inverosímiles a la Iglesia y en general a las instituciones poderosas. A quienes ven con suspicacia todo alrededor del Papa y la Santa Sede, Francisco les dijo que en su valija no lleva “la llave para la bomba nuclear” y rechaza que las ‘camarillas perversas’ que pasean por los pasillos de los palacios apostólicos lleven gafetes: “Todavía no me he encontrado con ninguno que me dé el carnet de identidad en el Vaticano donde lo diga”.

La frontera en este humor, sin embargo, es fina. El grafiti del ‘superpapa’ le ofendió y la idealización de su persona le molesta, la razón es la misma: la superioridad es peligrosa. José Emilio Pachecho escribió: “En una sola cosa los tiranos se parecen a Dios: quieren oír sin tregua su alabanza”; esta actitud es precisamente la que todo cristiano está llamado a evitar, es una actitud que el propio Jesús rechaza.

En aquella misa de la que ya platicábamos, Bergoglio redondeó su idea sobre la alegría: “La alegría no puede quedarse quieta: debe caminar. La alegría es una virtud peregrina. Es un don que camina, que camina por los senderos de la vida, camina con Jesús, predicar, anunciar a Jesús, la alegría, alarga el camino, lo amplía. Es una virtud de los grandes, de los grandes que están por encima de las nimiedades, por encima de las pequeñeces humanas, que no se dejan implicar en las cosas pequeñas internas de la comunidad, de la Iglesia: miran siempre al horizonte”.

@monroyfelipe

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