Por Umberto Marsich, m.x. |

Resucitó el Señor, como había dicho. No hay fecha que no se cumpla. Hemos acompañado al Señor por cuarenta días en el desierto cuaresmal hacia su propia Pascua y, finalmente, hoy se cumple lo que había anunciado. Ya es inútil buscar entre los muertos al que está vivo. Nuestra esperanza ha llegado a su cumbre. Sabíamos que el Mesías, el Hijo de Dios, el Salvador del mundo, no podía morir para siempre. En efecto, hoy ha resucitado. No se trata de una resurrección más, como las que  había realizado el Señor en su tránsito por este mundo mortal. Todos los resucitados, por cierto, volvieron a morir. Él, no. Su resurrección es para siempre y lo será para todos los que creemos en Él.

Nuestro maestro, además, cumple sus promesas: resurrexit sicut dixit. No podía haber muerte definitiva para el Hijo de Dios; no podía habernos engañado Aquél que entregó vida y derramó sangre para la salvación del hombre. Grande y buena noticia la de hoy porque la muerte fue vencida. Nada ha terminado. Al contrario, todo comienza. Jesús está vivo y para siempre. Después del trauma de la Pasión, lo que estamos invitados a presenciar, hoy constituye un bocado de aire fresco.

El primer día después del sábado

El gran suceso de la Resurrección ocurrió el primer día de la semana: «Estando todavía obscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio removida la piedra que lo cerraba». María había ido simplemente a visitar el sepulcro, pues, según el evangelio de Juan, el cuerpo de Jesús ya había sido amortajado con cien libras de mirra y áloe. La mujer que todo mundo había despreciado, la que lavó los pies del Maestro con sus lágrimas, la que lo untó con el perfume más precioso, había sido escogida para ser la primera testigo de la resurrección de Jesús. ¡Qué hermosa suerte! ¡Qué dicha! De veras, la predilección de Jesús no tiene límites cuando se trata de amor. Sin embargo, la magnitud del misterio no pudo ser captada de inmediato por la dichosa mujer. Corriendo inquieta, nos relata el evangelista, llegó a la casa de los amigos del Señor, de Pedro y Juan, a quien Jesús amaba, a dar la noticia: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto». Santa inocencia de humilde mujer, todavía dudosa acerca del destino del cuerpo de su Maestro. Aún no había comprendido que Jesús había resucitado. Inexplicable misterio, éste de la resurrección de un muerto. En efecto, hoy todavía hay quienes dudan de ello y crispan la belleza de su fe.

Los lienzos puestos en el suelo

También Pedro y Juan, emocionados por la revelación de la mujer y convencidos que se trataba de un asunto de gran trascendencia, después de una veloz carrera, llegan al sepulcro y constatan la verdad del testimonio de aquella. A las mujeres, desde luego, tampoco en los tiempos del Señor se les prestaba fe a lo que decían. Si alguien quería engañarnos, desde luego no iba a utilizarlas para convencernos acerca de la autenticidad de un hecho tan trascendente.

Los lienzos, puestos en el suelo, que los amigos de Jesús encontraron, reforzaron, a su vez y silenciosamente, el anuncio de la mujer. Los ladrones, normalmente, no se quedan con un cadáver sino con lo que lo reviste ricamente. Pero en esta ocasión todo estaba allí, ordenadamente: «Contempló —Pedro, el último llegado al sepulcro— los lienzos puestos en el suelo y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, puesto no con los lienzos en el suelo, sino doblado en sitio aparte». Demasiadas son las coincidencias, muchos los signos que, aun sin hablar, revelan la presencia de un gran misterio: la resurrección de un muerto. Juan, delante de tanta elocuencia visual, vio y creyó. No era para menos, desde luego. Además, se acordaron de las Escrituras «según las cuales Jesús debía resucitar de entre los muertos». Sin embargo, la fe de Juan no nace de las Escrituras sino de la vista de la tumba milagrosamente abierta y vacía. Su testimonio, por cierto, no deja de ser contundente y la preeminencia de la fe del discípulo predilecto es el alma del relato.

Que Juan, más joven y más veloz, deje entrar primero a Pedro no es cuestión de respeto sino de reconocimiento del papel primario que el mismo Jesús le había otorgado a su tiempo.  Ahora también sobre la autoridad de los dos apóstoles, de los cuales Pedro es la cabeza, y no únicamente sobre el testimonio de la mujer, reposará la certeza de la tumba vacía.

Desde el mundo silencioso de la muerte, Jesús regresó a estar entre los vivos. Su muerte y resurrección, en efecto, abre el horizonte de la vida eterna para todos los que creyeron, creen y creerán en Él.

La resurrección es para todos

Nosotros creemos en Jesús resucitado a través de la fe de los discípulos y del testimonio de aquellos y aquellas que lo han visto, que han hablado y comido con Él. La resurrección de nuestro Señor es como la raíz y la razón de nuestra fe. Ahora nos corresponde a nosotros imitar a los discípulos, dando testimonio, con nuestra vida nueva, de que Jesús no ha muerto, sino que vive.

No nos conformemos, entonces, con los bienes de barro; aspiremos a los bienes del Espíritu, los de arriba, los superiores y definitivos. Desde ahora vivamos llenos de gozo por la resurrección del Señor. A Cristo, por fin, que, con su gloriosa resurrección, ha alegrado al mundo entero, pidámosle que renueve nuestro espíritu y nos conceda la esperanza firme de compartir su triunfo y de resucitar con Él a la  vida nueva.

 

 

 

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