OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozorrutia, rector del Seminario Conciliar de México |

El Papa Juan XXIII, que goza de una particular devoción en su tierra de origen, es recordado ante todo como el «Papa bueno». A pesar de haber seguido una carrera diplomática, en tiempos y sitios de particular complejidad, y que su indiscutible inteligencia era desbordada por una gentileza cultivada y exquisita, las causas de su canonización deben encontrarse en la intimidad que logró con Jesucristo. Su pontificado fue muy breve, y sin embargo marcó a la Iglesia no sólo con la convocatoria del Concilio Vaticano II, sino también con su estilo personal caracterizado, justamente, por la bondad. Rasgo distintivo que cultivó durante su vida, pero que alcanzó sus mejores frutos en su período como Papa. 

El mejor retrato de su talante espiritual lo encontramos en su Diario del Alma. Ahí podemos reconocer cómo la manifestación exterior de sus relaciones humanas prolongaba la relación con Dios. «En el trato con los demás, siempre dignidad, simplicidad, bondad: bondad serena y luminosa. Y luego manifestación constante del amor a la Cruz: amor que cada vez más me desapegue de las cosas de la tierra; me haga paciente, inalterable de carácter, que me olvide de mí mismo, siempre alegre en las efusiones de la caridad episcopal» (n. 650). 

Esta disposición se aterrizaba en los detalles. «Mucha discreción e indulgencia en el juicio de los hombres y de las situaciones; inclinación a orar especialmente por quien sea para mí motivo de sufrimiento; y luego en todo, gran bondad, paciencia sin límites, recordando que cualquier otro sentimiento no es conforme al espíritu del Evangelio y de la perfección evangélica. Con tal de que triunfe la caridad a toda costa, prefiero ser tenido por poca cosa. Me dejaré aplastar, pero quiero ser paciente y bueno hasta el heroísmo. Sólo entonces seré digno de ser llamado obispo perfecto, y merecedor de participar en el sacerdocio de Jesucristo» (n 691). 

Entre los múltiples detalles conmovedores que hacen ver el esfuerzo por trabajar sobre sí mismo, para hacerse más adecuado a las cosas de Dios, cabe una nota sobre su temperamento. «Estaré cada vez más atento al gobierno de mi lengua. Debo ser más reservado, también con las personas familiares, al expresar mis juicios. Haré de nuevo este punto objeto de mis exámenes particulares. Nada me debe salir de los labios, que no sea alabanza o humildad de juicio, o de cualquier modo estímulo para todos a la caridad, al apostolado, a la vida virtuosa. Por mi talante natural, se me da en abundancia el habla. Esto es también un don de Dios. Pero debe tratarse con atención y con respeto, es decir, mesuradamente, de modo que me haga desear más que saciarme» (n. 643). 

El cuidado en la expresión, sin embargo, no se convertía bajo ninguna circunstancia en evasión o hipocresía. Podía decir: «Agradezco al Señor que me haya concedido una particular disposición a decir siempre la verdad, en toda circunstancia, delante de todos, con buena manera y con garbo, ciertamente, pero con calma y sin miedo» (n. 763). 

En la raíz de esta bondad estuvo siempre el vínculo fundamental con Jesús. «El amor de la Cruz de mi Señor me atrae en estos días cada vez más. ¡Oh Jesús bendito, que esto no sea un fuego vano que se apague con la primera lluvia, sino un incendio que arda sin consumarse nunca!» (n. 688). El nuevo santo puede decir que esta aspiración la vio cumplida cabalmente. No sólo se le concedió personalmente, sino que brilla ahora en su hermosura como don para la Iglesia universal.

Publicado en el blog Octavo Día, de El Universal (www. eluniversal.com.mx), el 25 de abril de 2014. Reproducido con autorización del autor: padre Julián López Amozorrutia. 

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