Por  Fernando Pascual/

En cada batalla, cientos o miles de hombres luchan con la mirada puesta en la victoria. Una victoria que implica la derrota de “los otros”. Una victoria deseada, incluso supuesta, pero a veces difícil, ardua, insegura.

Los análisis y las opciones de los generales y jefes resultan decisivos. Un acierto en los preparativos, una mirada atenta a los mapas y al clima, una intuición sobre los movimientos del enemigo: todo tiene su importancia.

Pero también es importante cada soldado. Con una preparación mayor o menor, con ánimos o desgana, con valor o miedo: el batallón necesita y cuenta con lo que éste y el otro sienten, temen, piensan, dudan, sueñan.

Detrás de jefes y soldados, hay cientos de vidas que esperan un resultado positivo. Familiares, amigos y conocidos preguntan por el desenlace. Si es victoria, cantarán, aunque con la duda sobre la suerte del ser querido: hay victorias teñidas de tristeza por un número muy elevado de bajas “entre los nuestros”. Si es derrota, además de la angustia por los caídos, surge el miedo: ¿qué ocurrirá ahora?

La historia humana está teñida de batallas. Algunas absurdas, como las que sembraron de muertos trincheras en las que se luchaba por avanzar apenas unos metros. Otras “gloriosas”, si es que puede haber gloria en ese golpe de ingenio de un general que supo sorprender al enemigo y llevar a su aniquilación, mientras tantos y tantos hogares recibían la trágica noticia de la muerte de sus seres queridos.

¿Por qué la historia queda desdibujada por tantas guerras? ¿No existe en los seres humanos una capacidad para el diálogo? ¿No podemos resolver los litigios sentados tras una mesa y un pedazo de pan? Parece difícil dar respuestas, sobre todo porque en muchos corazones se anidan, por desgracia, odios y violencias que han teñido de dolor y de injusticia campos y mares de un mundo que podría ser más bello y más bueno.

Mientras recordamos, en tantos aniversarios, monumentos, libros y películas esas batallas que se incrustan en la vida de los pueblos, surge un anhelo de paz y de concordia. El grito de los papas, “¡Nunca más la guerra!” también hoy brota en Europa y en África, en América y en Asia, en Oceanía y en cada rincón de nuestro mundo que, esperamos, llegue a emprender el camino de esa paz que llega cuando acogemos a Dios, nos abrimos al “diferente”, y empezamos a perdonar y a pedir perdón…

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