Por Jorge Traslosheros |
El tema de la relación entre Juan Pablo II y el falso profeta Marcial Maciel es causa de polémica, porque involucra el dolor de las víctimas del fundador de los Legionarios. Ha dado pie a opiniones de muy diversa índole, a favor y en contra, la gran mayoría de buena fe, aunque no siempre acertadas; pero también se ha utilizado como arma arrojadiza y no solamente contra el difunto Papa.
Por lo anterior, me parece muy importante dejar las pasiones de lado para abordar el punto nodal del problema. Se acusa a Juan Pablo II de haber encubierto a Maciel. El cargo es muy serio y de éste se derivan los demás argumentos de quienes contestan su cononización. Ponderemos el asunto.
Como es bien sabido, quien acusa corre con la carga de la prueba, lo que constituye un hecho de elemental justicia. Así, se debería probar fuera de especulaciones que Karol Wojtyla, alias Juan Pablo II, con premeditación, alevosía, ventaja y dolo, con plena conciencia de sus actos, participó de los crímenes de Maciel con posterioridad a su ejecución con el fin de evitar que fuera descubierto, o incluso auxiliándolo para obtener ulteriores beneficios. El común de la gente suele meter este asunto en el mismo saco de la complicidad criminal, pero no son lo mismo. Aquí debemos ser más precisos. La acusación es encubrimiento.
En días pasados Navarro Valls, quien fuera vocero del Papa Wojtyla, explicó lo que siempre se ha sabido: el proceso contra Maciel empezó dentro del pontificado de Juan Pablo II bajo conocimiento del pontífice. Estamos ante una obviedad. Así quedó claro el 19 de mayo de 2006, en el documento por el cual Maciel fue condenado, ante la certeza de sus crímenes, a una vida reservada de oración y penitencia, privado del ministerio sacerdotal. En dicho documento se puntualiza que las acusaciones fueron recibidas en 2008; el Derecho canónico fue reformado el 30 de abril de 2001 mediante Motu Proprio de Juan Pablo II, para dotar de facultades a la Congregación para la Doctrina de la Fe, a cargo del Cardenal Ratzinger, con el fin de intervenir directamente, en caso de necesidad, ante delitos graves como el abuso de menores; que Maciel negó públicamente su culpa en 2002 atacando a cuantos desvelaban sus crímenes; que Ratzinger, en 2004, sobre la base de las averiguaciones previas, la negación de Maciel y las reformas al Derecho canónico, abrió proceso en su contra. Navarro, además, apuntó que Juan Pablo II ya no conoció el resultado final de las averiguaciones debido a su muerte.
Esta evidencia, bien conocida desde hace varios años y no solamente en la actual coyuntura, permite afirmar que Juan Pablo II está, como siempre ha estado, libre del cargo de encubrimiento. No es posible afirmar que Wojtyla encubrió a Maciel, cuando la evidencia deja en claro que permitió el proceso, teniendo la autoridad para frenarlo, con el fin de conocer, en justicia, la verdad. No se pueden hacer las dos cosas al mismo tiempo.
Ahora bien, podría argumentarse que Wojtyla tuvo amistad con Maciel lo que, francamente, no sería un gran descubrimiento. También podría especularse que, movido por su amistad y ante las declaraciones de Maciel de 2002, lo considerara inocente. Si tal hubiera sido el caso, entonces deberíamos afirmar que el mérito de Juan Pablo II sería mucho mayor, porque hubiera puesto la justicia por encima de la amistad lo que, siempre, será un acto virtuoso.
Juan Pablo II pudo haber sido ingenuo en su relación con Maciel, lo que tan sólo demostraría su profunda y frágil humanidad; pero de manera alguna sería prueba de encubrimiento. Solo quedaría, entonces, aceptar que el Papa Wojtyla fue un pecador, lo que sería tanto como descubrir el océano Pacífico. Lo cierto es que en el asunto Maciel, como en tantos otros a lo largo de su vida, abrió cauces de justicia porque buscaba honestamente a Dios, lo que constituye una de las razones por la cual fue canonizado por el Papa Francisco. Wojtyla fue un gran pecador como Pedro, del cual por cierto fue sucesor; pero jamás fue como Judas quien, además, era corrupto. Y metidos en el terreno de los pecadores es mejor evitar la seducción de las pedradas.
Las filias y fobias en torno a Juan Pablo II nunca terminarán y razones no faltarán a cada una de las partes. Estamos ante un hombre que marcó decisivamente la historia de la Iglesia y del mundo, por lo que siempre despertará pasiones de diverso color dentro y fuera de la Iglesia, excesos que en manera alguna comparto. Por lo demás, cada quien está en su derecho a venerar al santo de su preferencia, o bien a ninguno. El asunto me parece muy claro.
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