Por Juan Gaitán /

Al estudiar Historia, resulta del todo interesante elaborar líneas del tiempo que comparen diversas geografías; por ejemplo: Se calcula que el profeta Jeremías vivió en el mismo siglo que Tales de Mileto –para algunos el iniciador de la Filosofía–; y Moctezuma fue contemporáneo de Martín Lutero.

Esta semana tuve la oportunidad de ver la película El Gran debate (The great debaters, 2007), que recomiendo ampliamente. Ésta se sitúa en el año 1935, en Texas, Estados Unidos. El contexto de este drama es el racismo hacia las personas de color, quienes eran discriminadas, despojadas de sus derechos, no admitidas en la mayoría de establecimientos, empleadas en situaciones de trabajo miserables y hasta linchadas por el simple hecho de pertenecer a una raza específica.

La película no me dejó dormir. La recreación de los rostros frustrados de los afroamericanos que veían pisoteados sus derechos, que tenían que agachar la cabeza para sobrevivir, que no podían sentarse en las bancas con el letrero de Whites only (sólo blancos).

1935. No pude sacarme el año de la cabeza y volví al ejercicio de las líneas del tiempo. El papa Pío IX había declarado ya el dogma de la infalibilidad papal en 1870, en el marco del Concilio Vaticano I. Alrededor de 1935 se desarrollaba la tecnología para la televisión a color y en 1930 se celebró la primera Copa Mundial de futbol, sólo por mencionar algunos eventos.

Esa reflexión no pudo más que hacerme voltear la mirada hacia el presente, hacia el siglo XXI, el cristianismo y mi compromiso social. ¿Qué acontecimientos se ubicarán en nuestra época de la línea del tiempo en un futuro? En la era de la tecnología y la información, de la Aldea Global y de las comunicaciones, se registrarán altísimos índices de pobreza, discriminación, conflictos políticos y marginación, de los cuales no podremos sentirnos orgullosos.

Pero, ¿qué tiene que ver mi religión con todo esto? Que no puedo imaginar a Cristo mirándome mientras paso por alto estas situaciones tan polarizadas: abundancia de recursos, riqueza extrema en unos cuantos, desarrollo acelerado de la tecnología y al mismo tiempo pobreza extendida, excluidos, explotados, gente tratada como «sobrante» de la sociedad.

Y es que la entrega hacia los más necesitados no es un añadido de la fe en Jesucristo, no es un complemento a la vida cristiana, sino que forma parte de su misma esencia. El papa Francisco lo dice con claridad y de manera fuerte en Evangelii gaudium: «Desde el corazón del Evangelio reconocemos la íntima conexión que existe entre evangelización y promoción humana, que necesariamente debe expresarse en toda acción evangelizadora.» (n. 178)

Y más adelante unas palabras que jamás deberíamos olvidar: «Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres.» (n. 187).
¡Respondamos con prontitud a nuestra vocación como cristianos!

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