Por Julián López Amozurrutia /

Como resonancias interiores de una buena melodía, la Iglesia prolonga más allá de la Pascua la celebración de algunos contenidos centrales de su fe. El primer domingo después de Pentecostés, ya como parte del tiempo ordinario, se explicita el misterio del Dios Uno y Trino. El «rostro» de Dios en su verdad, tal como se ha dado a conocer, exige una continua depuración de imágenes equivocadas o tergiversadas, auténticos «ídolos». Hoy, en particular, resulta imprescindible desterrar toda pretensión de justificar desde Dios la violencia humana.

El episodio asombroso de la oración en el Vaticano por la paz en Tierra Santa el pasado domingo, en el que Jerusalén -¡ciudad de paz!- se evocó continuamente, muestra el desarrollo en la conciencia de que los episodios de violencia en nombre de la religión son absurdos. Pretender amparar en Dios la guerra es una contradicción de la naturaleza espiritual del ser humano. Con todo, aún la sospecha -y la triste constatación- de que lo más sublime sea ocasión de lo más aberrante es una pregunta inquietante que el creyente no puede ignorar.

Benedicto XVI fue sensible a esta cuestión, y además de sus propias incursiones en el tema, acordó que la Comisión Teológica Internacional abordara la acusación dirigida recientemente a las religiones monoteístas de ser fuente de intolerancia y violencia. El resultado fue un documento extenso, de exquisita factura, aprobado en diciembre del año pasado. Casi en su conclusión, expone:

«La corrupción de la religión, que termina por ponerla en contradicción con su sentido auténtico, es ciertamente una amenaza temible para el hombre en su humanidad. Esta posibilidad, lamentablemente, es siempre actual, en todo tiempo. Debe reconocerse claramente, de parte de todas las comunidades religiosas, y de parte de todos los responsables de su custodia, que el recurso a la violencia y al terror es ciertamente, y con toda evidencia, una corrupción de la experiencia religiosa. El reconocimiento de la contradicción que en tal modo se realiza con el espíritu universal de la religión, es una posibilidad concreta en el ámbito de toda tradición histórica. La traición del espíritu religioso, por otro lado, se testimonia más fácilmente en las formas de la violencia inspirada en intereses económicos y políticos, que instrumentaliza la sensibilidad religiosa de los pueblos. Instrumentalización análoga, por otra parte, a la que busca la mortificación del testimonio religioso en base a intereses económicos y políticos cubiertos como pretexto de las más altas finalidades humanistas, a beneficio de las masas» (n. 95).

Esto hoy exige mirar tanto los conflictos entre religiones como aquellos lugares en los que se da agresión antirreligiosa. Para los cristianos, implica también la memoria consciente de que en su historia los episodios de violencia religiosa no pueden sino considerarse una traición a su identidad, y se reclama una «renovada conversión a la pureza de su fundamento» (n.18), una «continua purificación que permite reconducirla siempre de nuevo a su destino propio, es decir, la adoración de Dios en espíritu y verdad, como principio de reconciliación con Dios y de fraterna convivencia entre los hombres» (n.94). La adecuada intelección de una fe esencialmente pacífica y promotora del mejor humanismo exige que, en el actual momento de su desarrollo, anticipe el «rescate definitivo del ‘nombre de Dios’ de su profanación a través de la justificación religiosa de la violencia» (n. 66).

La feliz iniciativa de Papa Francisco permitió mostrar que los principios teóricos se pueden convertir en un modo de vivir y de proceder. Y que la semilla que se va sembrando puede ir haciendo realidad, ya desde ahora, lo que en otros marcos parecería una utopía.

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