Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.
“Cuando uno no vive como piensa, acaba pensando como vive” Gabriel Marcel
En una columna apenas publicada en El País bajo el título ‘García Márquez en Dublín’, su autor, Carlos Salinas de Gortari, narra un encuentro que sostuvo en la capital de Irlanda con el titán de la literatura hispanoamericana recién fallecido, y aprovecha el espacio para recordar sus encuentros con otro de los que en este ámbito se han ido, Carlos Fuentes, escritores con los cuáles coincidió en diversas partes del mundo, que tanto deambularon ellos gracias a la fama alcanzada por estos intelectuales entre las vanguardias simpatizantes de la ideología de izquierdas.
La crónica del ex presidente de México no excluye ni los lugares ni las exquisitas viandas degustadas en esos encuentros, datos con los que uno confirma la abismal diferencia entre quienes desde sus escritos simpatizan con los oprimidos y en la vida práctica hacen migas con toda suerte de amistades, olvidando así que la coherencia es el rasero con el que serán juzgados quienes representaron intereses comunitarios.
Hace unos días, José Mujica, presidente de Uruguay, pidió en la reunión cumbre del Grupo de los Setenta y Siete mas China que se combata la cultura del despilfarro, porque “está convirtiendo a los países pobres en imitadores del consumismo de naciones ricas que destruyen el planeta”; y ante trece presidentes y delegados de 128 países reunidos en Santa Cruz, Bolivia, añadió, preocupado, que “Nuestros hoteles, nuestros autos son iguales [al de países ricos] nos estamos formando en la misma cultura del despilfarro mientras el capitalismo acumula más riqueza. Si seguimos en la trampa lograremos desarrollo material pero no desarrollo humano”.
Pepe Mujica, como lo llaman en su país, no está descubriendo el hilo negro en este drama, sólo pone el dedo en la llaga del batidillo donde las ideas y las acciones se meten zancadilla, al grado de equiparar el máximo de la calidad de vida entre los guías sociales, con el nivel de absurda delicadeza en el que nadan –se ahogan- los potentados.
Mujica no es un intelectual de izquierda, aunque milita en sus filas; ni un profesionista de la política, aunque la ejerce. Es, como Chesterton, un adicto del sentido común. No es creyente. Sus motivos tendrá para haberse alejado de una comunidad de fe que en América del Sur ha sufrido tantas vicisitudes, pero no por ello desprecia a los católicos ni coquetea con sus jerarcas, por el contrario, admite que “los latinoamericanos tenemos dos grandes instituciones comunes: la lengua [y] la Iglesia católica. Esas son las columnas vertebrales que tenemos en nuestra historia y no reconocer el papel político de la Iglesia católica es un error garrafal en América Latina”, según lo dijo hace poco en el marco de su visita oficial al Papa Francisco.
Quien es capaz de pensar así es más que un político o un intelectual: es un hombre deseoso de responder con hechos a quienes depositaron en él su confianza y que ostenta como un preciado galardón el haber abrazado la pobreza como forma de vida, pudiendo desde su vida echarle en cara a sus congéneres el haberse aislado de la realidad para enclaustrarse en paraísos artificiosos, cuyos cimientos descansan en la injusticia social, en la alienación de las conciencias y en la aniquilación del planeta.
Entre un Gabriel García Márquez cenando ostras en La Coupole de París con Carlos Salinas de Gortari, y un Pepe Mujica preparándose él mismo un choripán en la cocina de su casita de barriada en Montevideo, hay mucho trecho, como del dicho al hecho.
Este artículo se publica en la edición impresa del 29 de junio de 2014 / No.990