Por el P. Justo López Melús (+)

La palabra prójimo significa cercano. Pero podíamos decir que el prójimo jamás está cerca de mí. Más bien me resulta distante, lejano, difícil de ver, de aceptar y de soportar. El prójimo es más bien, constata Pronzato, aquél a quien yo logro hacer cercano. Aquél a quien me acerco venciendo resistencias y repugnancias, rompiendo la barrera de los gustos y de los prejuicios. El que ama no elige al prójimo, se hace prójimo, se le hace presente y disponible.

El prójimo, de hecho, me resulta un intruso, además de lejano. Llega en el momento menos oportuno, de improviso. Sin hacerse anunciar y por sorpresa. Sin cumplidos ni buenos modales. Cuando no tenemos tiempo. Complica nuestros programas y todas nuestras previsiones. Pero el amor verdadero no admite esquemas prefabricados ni planificaciones.

Ese es el fallo del sacerdote y del levita de la parábola: no admitían a un prójimo que no estaba previsto en sus programas. En su agenda litúrgica no había una cita con el herido. Pararse trastocaría sus planes. Y se sienten autorizados a pasar de largo. El samaritano, en cambio, modifica el programa de su viaje. Ha intuido que al Señor le gusta caminar disfrazado. «En el momento que no penséis vendrá el Hijo del Hombre» (Mt 24, 44).

El amor al prójimo es la prueba de la autenticidad de nuestro amor a Dios. «No se tiene derecho alguno a cantar gregoriano si no se grita a favor de los judíos», amonestaba Bonhöffer durante las persecuciones nazis, a los que se refugiaban en el recinto sacro de la liturgia. Y quien dice judíos…

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