Por Luis García Orso |

Boonmee, un hombre con una insuficiencia renal, sabe que le queda poco tiempo de vida. Se traslada a su tranquila casa en el campo para encontrarse con la muerte, con su vida pasada y su vida futura, con sus seres queridos, con la paz de la memoria y la reconciliación. Acompañado de su cuñada y de su sobrino, recibe entonces en la misma mesa la visita de su esposa difunta y de su también fallecido hijo, convertido ahora en un simio que habita en el bosque. El encuentro de vivos y muertos no tiene nada de espanto o angustia, sino todo lo contrario: va creando un ánimo de paz, afecto, convivencia.  Lejos de querer explicar lo inexplicable, lo que nos trasciende y al mismo forma parte de nosotros, como la misma muerte, el director abre las posibilidades de imaginar, de preparar la salida de esta vida, de encontrarnos en comunión con todos y con todo, de creer en paz que todo estará bien.

En la visión del director tailandés hay una permanente comunión con la naturaleza que llena de belleza, de paz y de sabor la vida: la miel de las abejas, una taza de té, el agua de una cascada, los peces, los insectos de la noche, la cueva en el final del viaje. La última secuencia de la película contrasta fuertemente al encerrarnos en un pequeño y aséptico cuarto de hotel, donde los parientes vivos cuentan el dinero donado en el funeral.

El cine del tailandés Apichatpong Weerasethakul confronta nuestra ansiedad de que el cine traiga mucha acción o de que todo quede explicado; es más bien una invitación a la contemplación, el sosiego, la interiorización, la imaginación. Cada uno de las seis capítulos de la película nos sitúa en ambientes diferentes y en modos de contar también distintos, reinventando las posibilidades que el mejor cine ha nos ha dado y puede seguir ofreciendo. La película ganó la Palma de Oro de Cannes 2010.

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