OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozorrutia |

El episodio podría parecer inocuo. Ocurrió en la cafetería de un aeropuerto de provincia. Una joven madre llevaba de la mano a su niña, de unos cinco años. Acababa de comprarle unas papas fritas. La pequeña empezó la gestión laboriosa de abrir la bolsa de plástico que contenía la golosina. Por un instante, se notaba vencido en ella el fastidio de la larga espera en un lugar encerrado. Ocurrió entonces el accidente. Las manos inexpertas no lograron calcular la fuerza necesaria, y la bolsa se abrió de golpe. Como una explosión, las hojuelas se dispersaron por el piso, vaciándose prácticamente la totalidad de su contenedor.

Entre mamá e hija se generó un momento de suspenso, de incertidumbre. La señora tomó la bolsa y se dirigió al basurero, que estaba ahí cerca, y la depositó en el apartado del desperdicio inorgánico. La niña aún no salía de su asombro. No parecía quedarle claro si debía llorar o esperar a que le compraran otras papitas. El pensamiento se adivinaba también en el rostro de la madre. Pero se pudo adivinar entonces otra cuestión. ¿Quién iba a recoger lo caído en el suelo? Y de un salto repentino, la mujer tomó fuertemente a la niña y se aceleró en decir: «¡Vámonos de aquí!»

No es necesario decir que el joven que atendía la cafetería acudió pronto a barrer. Difícilmente había que esperar en aquel lugar que la misma mujer fuera a realizar la limpieza. Pero no sólo se evadió cualquier disculpa o responsabilidad. La madre huyó, casi arrastrando a la pequeña, que sin comprender del todo volteaba a ver perpleja la golosina que había imaginado suya.

El incidente dejó pensando a quienes lo atestiguaron. La reacción retrataba una conducta que, lamentablemente, está muy extendida entre nosotros. Se recordó a quien se escapa de un choque, o a quien se apresura a no dejar huella de algún desperfecto generado en un sitio público, o incluso en el propio hogar. Tal vez haya muchas justificaciones para ello. Pero el resultado es que tenemos la fuga de la responsabilidad vuelta cultura.

Lo sucedido, en realidad, llegaba más lejos. Inconscientemente, aquella mujer estaba enseñándole a su hija a huir. La niña vivió en carne propia que, ante un instante desconcertante, en el que algún nivel de torpeza se convertía en culpa, lo que había que hacer -¡su mamá lo había hecho!- era huir. Temo que el pequeño evento se convirtió en una escuela de no dar la cara, de evasión.

¿Puede esperarse que más adelante, si episodios semejantes se repiten, aquella niña al crecer no vaya a sacarle la vuelta a su propia madre, cuando ella esté en condiciones de reclamarle, aún para educarla, alguna conducta ambigua?

Visto con detenimiento, el hecho termina por no ser tan inocente. Forma parte de la transmisión de un modo social de funcionar, de la ausencia de determinados valores que se propaga y nos configura comunitariamente.

Estoy seguro de que la madre no tenía ninguna intención de propiciar en su hija la irresponsabilidad. Probablemente la vergüenza o el miedo eran más poderosos que una reflexión sensata en aquel momento. Sin embargo, el resultado es el mismo: la inteligencia de una pequeña en formación recibiendo una fuerte impresión, que acaso terminará por ser más determinante que muchos discursos sobre civismo y participación ciudadana.

Este es el mismo mecanismo con el que se aprende a mentir, a ser violento, a ser abusivo. Un cambio cultural sólo puede darse si realmente cuidamos a las nuevas generaciones de la influencia de nuestros malos hábitos. La misma ocasión pudo ser oportunidad para la mujer de enseñar a su hija a enfrentar problemas. Desde las cosas insignificantes se tejen las grandes. En los detalles puede estar la diferencia.

 

Publicado en el blog Octavo Día, de El Universal (www. eluniversal.com.mx), el 4de julio de 2014. Reproducido con autorización del autor: padre Julián López Amozorrutia.

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