Por Felipe de J. Monroy, Director Vida Nueva México |
¿Qué tienen en común la crisis humanitaria de migrantes con el drama de la casa-albergue de Mamá Rosa? Todo. Enumero algunos puntos coincidentes para no obviarlos o perderlos de vista: pobreza, falta de oportunidades, precariedad, descomposición del tejido social, inercia destructiva, apatía, egoísmo, corrupción, abuso, explotación, usufructo inmoral… Y cruzando todas esas terribles convergencias está la llana y cruel indiferencia.
Al seguir las noticias entorno al desmantelamiento de la casa hogar La Gran Familia con la consecuente captura de Mamá Rosa y responsables del albergue por mantener en situaciones infrahumanas y abusar de la precaria condición de cientos de hombres, mujeres y niños recordé el episodio del cierre de la Casa de Migrantes San Juan Diego en Tutlitlán, Estado de México.
La primera vez que llegué a Tultitlán escuché diversas historias con una línea transversal en ellas que podría resumirse así: Durante los años 80 y 90, los migrantes que seguían el camino del tren ahora llamado La Bestia hacían una parada obligatoria, allí recibían ayuda de samaritanos, familias que conocían las dificultades de la pobreza y compartían los deseos de mejorar la condición de vida de sus familias. Algunos varones de esas localidades se sumaban al camino de los migrantes; otros se quedaban y hacían nueva familia allí. Había en general una sensibilidad humanitaria con los varones migrantes. Pero muchos hombres no volvieron, solo llegaba con irregularidad el dinero desde Estados Unidos. Niños y mujeres crecieron con cierto rencor, con sentimiento de abandono. Mientras, los migrantes crecían en número y en necesidades. Algunas mujeres comenzaron a emigrar, solas o con sus hijos. Algunos residentes nuevos de la explosión demográfica vieron oportunidad de ganar algo con las muchas necesidades de los migrantes y con los dólares que cargaban. Los migrantes cargaban dólares para pagar a los que en la frontera habían encontrado una veta empresarial altamente rentable: polleros. En la ‘ruta migratoria’ aparecieron con gran éxito bares, locales de table-dance y prostíbulos, mujeres y jóvenes locales y migrantes comenzaron a ser explotados y violentados. Con el tiempo había que proporcionar otra necesidad adquirida en la inhumana ruta: la droga. Aparecieron los ‘picaderos’ y las ‘mulas’. Drogados, vejados, alcoholizados y empobrecidos, los migrantes fueron presa ideal para el secuestro y para el tráfico de estupefacientes. Por la inseguridad, los migrantes dejaron de portar efectivo pues, llegando a un punto en la frontera cobrarían el envío que algún familiar haría desde su lugar de origen; estos servicios tanto como el crimen organizado abusaron sistemáticamente del drama del migrante. Volviendo a Tultitlán, era evidente que el migrante acarreaba toda esta podredumbre social y la portaba de igual modo en su camino. Aunque en el pasado, iglesias, cooperativas, samaritanos y ciudadanos solidarios apostaron por casas, centros o albergues temporales para migrantes, aportando recursos, auxilio, alimento, ropa, cobijas, camas, medicinas. La realidad es que los migrantes eran absolutamente indeseables.
Constaté la labor encomiable del sacerdote y de fieles que mantuvieron en medio de estas dificultades la Casa de Migrantes San Juan Diego, lo que hacían tiene toda la categoría del heroísmo humanitario. Pero los vecinos no pensaban igual, para ellos los ‘defensores de migrantes’ eran ‘protectores de maleantes’, bastaba ver alrededor: migrantes drogados, enfermos, alcoholizados, sucios, ladrones, mendicantes y agresivos. El resultado: el cierre de la casa-albergue.
Aunque el trabajo a favor de migrantes continúa realizándose de manera heroica, la crisis humanitaria se decretó recientemente cuando 52,000 menores aparentemente surgidos de la nada colapsaron el sistema de captura y repatriación en los Estados Unidos. Más que crisis política este drama parece crisis emocional: ¿De dónde vinieron? ¿Por qué están desamparados? ¿Qué hacemos con ellos? ¿Quién permitió que esto sucediera?
Miro ahora las imágenes de la casa La Gran Familia, cuartos insalubres, reclusión maléfica, condiciones infrahumanas, suciedad y podredumbre por todos lados. Rosa del Carmen Verduzco es presentada como un capo de la mafia, con el alias por delante enumerando las acusaciones: secuestro, abuso, extorsión, tortura, asociación delictuosa, etcétera. Cuestiona que esa casa-albergue-escuela era la institución modelo para paliar los efectos de la pobreza y la segregación social, inquieta gravemente que en el pasado haya recibido tanto apoyo de instituciones civiles y políticas, desconcierta la disparidad de testimonios que santifican o satanizan a Mamá Rosa y a su organización.
Medios, analistas y opinadores profesionales hablarán al cansancio de responsabilidades políticas, del papel de las instituciones, de regulaciones, de estado de derecho, de orden social, de legalidad y de justicia social. Llegará un punto en que esos cientos de personas vulneradas del albergue de Zamora se conviertan en miles, decanas de miles, quizá millones de casos de orfandad y situación de calle, entonces será también una ‘crisis humanitaria’ y se buscarán culpables tanto como respuestas.
De migrantes y desamparados se puede hablar mucho, pero ¿cuánto de ello tiene intenciones de ternura, de compasión, de misericordia y de entrega solidaria?
Ningún gesto humano habla más del egoísmo o de violencia que el dejar de mirar a las periferias de siempre, a los desposeídos, a aquellos que no solo carecen de todo lo necesario sino que también padecen la avaricia de quienes acaparan y especulan con las ganancias de su tregedia. Esto se comprueba en grande y pequeña escala. Allí apreciamos la obsesiva vanidad o el narcisismo de grandes emporios para quienes mirarse a sí mismos es ver el mundo entero y comprender, al mismo tiempo, todos sus enigmas; también ocurre en el fuero personal, en esa pequeña escala de la indiferencia, en la tentación de usar solo las ventajas para beneficio individual y no colectivo. ¿En dónde están nuestras violencias? ¿En contra de quién o quiénes las ejercemos? ¿De qué tamaño son nuestras obsesiones que dejamos de mirar el bosque por salvar un árbol? ¿Cuánta es nuestra indiferencia que en el campo florido no miramos el drama de una planta?