Por Jorge Traslosheros |

Decíamos la semana pasada que el Coloquio “México-Santa Sede sobre migración y desarrollo”, además de la lectura religiosa que ya hemos tratado, tiene otra de carácter político que sobrepasa cualquier grilla partidista o prejuicio ideológico.

El interminable flujo de migrantes desde Centroamérica y México hacia Estados Unidos ha tomado ya la forma en una extraña paradoja: estamos ante una cotidiana emergencia humanitaria. Implica un reto cultural y político de dimensiones épicas que ningún actor de la sociedad es capaz de resolver por sí mismo. La colaboración es un imperativo ético.

En esta lógica, la Iglesia como actor destacado de la sociedad civil, podrá aportar su experiencia y red de apoyo e información, así como una visión antropológica fresca centrada en la dignidad de las personas; mientras que el Estado podrá otorgar su capacidad para sumar esfuerzos con distintos actores sociales y articular políticas públicas de larga duración. En ambos casos, en lo nacional e internacional. En esta dinámica, podría darse la feliz coincidencia entre las razones de la fe y la fe en la razón. Cuando esto sucede, sin excepción, los primeros en salir beneficiados son los más sencillos y vulnerables. Bajo cualquier hipótesis, lo cierto es que la celebración del Coloquio y la visita del cardenal Parolín nos indican claramente que estamos entrando en una nueva etapa de las relaciones entre la iglesias y el Estado, lo que constituye una excelente noticia.

Como es bien conocido, la historia de las relaciones entre el Estado y la Iglesia no ha sido sencilla. Terminado el proceso de independencia en 1821, de forma natural se experimentó con un Estado nacional de tipo confesional que, por diversas razones, fracasó. El resultado fue el nacimiento de un modelo muy distinto que llamamos Estado laico, producto de las reformas juaristas. Un experimento de organización política aconfesional desconocido no solamente en la historia de México, también en la de Occidente. Desde entonces, su manejo ha significado un largo y doloroso aprendizaje que ha implicado distintos momentos de persecución religiosa, abierta y de baja intensidad, como también situaciones de connivencia producto de la falta de claridad en los marcos de relación, a su vez derivada de una pobre comprensión del modo de llevarla adelante. La situación empezó a ganar claridad con las reformas constitucionales de 1992 que otorgaron personalidad jurídica a las iglesias y, más reciente, con la reforma en materia de libertad religiosa.

El camino ha sido largo. La Iglesia, no sólo en México, realizó un esfuerzo inmenso para comprender la nueva situación histórica, lo que derivó en la doctrina sobre la libertad religiosa del Concilio Vaticano II. Así, poco a poco, los católicos hemos aprendido a ser sociedad civil, sin necesidad de diluir nuestra identidad. Nos falta mucho, pero las bases son firmes. Al mismo tiempo, ante la maduración de la sociedad civil, el Estado ha aprendido a relacionarse sin complejos con los muy diversos actores de la sociedad, entre ellos la Iglesia Católica cuya complejidad internacional, hecho que la caracteriza, finalmente se toma en cuenta.

Esta nueva situación parece incomodar a los nostálgicos del pasado. A quienes sustituyen el análisis con teorías del complot y la sospecha, los invito a reflexionar en los beneficios de la normalidad democrática. A cuantos ven un acto de sumisión o el renacer de vanaglorias, les recuerdo el Evangelio: quien pone la mano en el arado y echa la vista atrás, no es digno del reino de los cielos.

jorge.traslosheros@cisav.org
Twitter: @trasjor

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