OCTAVO DÍA | Julián López Amozurrutia |

La presencia en México a mediados del mes pasado del Secretario de Estado de la Santa Sede, el Cardenal Pietro Parolin, ciertamente no pasó desapercibida a los ojos de los medios de comunicación. Incluso se dio seguimiento, más allá de las notas de color, al evento que lo traía a nuestro país: el «Coloquio México-Santa Sede sobre movilidad humana y desarrollo». Su discurso, sin embargo, merece una lectura atenta y una cuidadosa reflexión, pues más allá de cuestiones coyunturales, se detuvo en la visión fundamental del problema y en una perspectiva positiva y propositiva de un proceso de maduración nacional, del que él mismo ha podido ser testigo privilegiado.

El marco general de su planteamiento es la base de los derechos de la persona. «La fuente más originaria del derecho -enunció- no se encuentra en los mecanismos de consenso y pacto entre mayorías y minorías, propios de cualquier asamblea legislativa, sino en el reconocimiento de la dignidad inalienable de toda persona. El ‘derecho personal’ a tutelar, el principio innegociable e irrenunciable que la razón descubre como una necesidad a promover en todo ser humano, surge de una realidad pre-positiva que sostiene todo el orden jurídico. No estamos ante ningún concepto metafórico o ante una ficción moral. Al contrario, esta realidad es de lo más concreto: cada ser humano, por pequeño y poco funcional que sea, posee una dignidad y unos derechos que nada ni nadie le pueden arrebatar».

La propuesta de «una realidad pre-positiva que sostiene todo el orden jurídico» hace pensar en el célebre diálogo entre Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger, citado por el mismo Parolin más adelante (Entre razón y religión: dialéctica de la secularización, México 2008). Por complejo que pudiera parecer, se trata de una convicción accesible a cualquier espíritu moderno: antes del Estado, existe un valor primordial, que consiste en la persona misma.

Con tino histórico, el Cardenal reconoció en la noción de una fraternidad universal una aportación del cristianismo a la humanidad, integrado también por el movimiento ilustrado: «La razón iluminada por la fe descubre con gozo que en la gran familia humana todos somos hijos de un mismo Padre. El relato del Génesis revela la explicación última de la dignidad humana: a diferencia del resto de las criaturas, el hombre y la mujer han sido creados a imagen y semejanza de Dios, por lo que son como Él, seres racionales y libres. De un modo radical, el cristianismo ha afirmado desde sus mismos inicios que todos somos libres, que todos somos iguales, que todos somos hermanos».

Y de aquí se sigue un principio que permite evaluar la madurez real que alcanza una sociedad. «La dignidad de las personas no procede de su situación económica, de su filiación política, nivel educativo, pertenencia étnica, estatus migratorio o convicción religiosa. Todo ser humano, por el mismo hecho de ser persona, posee una dignidad tal que merece ser tratada con el máximo respeto. Más aún, el único criterio absolutamente válido para evaluar si una comunidad política cumple con su vocación de servicio al bien común, es precisamente éste: la calidad de su servicio a las personas, pero de un modo especial, a las más pobres y vulnerables».

Sobre esta misma idea, inspirándose en el discurso de Juan Pablo II a los trabajadores, en Monterrey, durante su primera visita a México, en el que se denunciaba la tendencia a considerar la eficacia laboral sin considerar a la persona, afirmó: «¡Sin mirar a la persona! Esta es la cuestión. Podemos empezar a cambiar hoy el futuro si somos capaces de mirar y servir a las personas concretas, aquellas que conocemos, aquellas que tratamos cada día».

Ahí está el desafío, tan sencillo como trascendental. En él se sigue midiendo la calidad de nuestra sociedad, de nuestras instituciones y de nosotros mismos. Ahí descubrimos una enorme área de oportunidad y de crecimiento.

 

Publicado en el blog Octavo Día, de El Universal (www. eluniversal.com.mx), el 1° de agosto de 2014. Reproducido con autorización del autor: padre Julián López Amozorrutia.

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