OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozurrutia |
Una voz antigua -¡hace más de trescientos años!- así la celebraba:
«¡Vengan a ver subir la Ciudad
de Dios, que del Cielo vio descender Juan!»
El estribillo de sor Juana (Villancico II de 1690 para la solemnidad de la Asunción en la Catedral de México) retoma un tema del Apocalipsis (la Nueva Jerusalén que al final de su texto el vidente contempla descendiendo del cielo), ya desde antiguo vinculado con María, la Madre de Dios. Ciudad, Iglesia y María entrelazados en un tema común, con voz festiva.
El siguiente villancico hace propio, por su parte, en afinidad también con temas litúrgicos, la imagen de la Amada en el Cantar de los Cantares. La Esposa, aquí (de nuevo argumento asumido en la solemnidad, ahora con alcances cósmicos), adquiere un rostro astral.
«¿Quién es aquesta Hermosura
que su salida apresura,
cual la Aurora presurosa
y como la Luna hermosa
y como el Sol escogida,
como escuadrón guarnecida
de toda fuerte armadura?
¿Quién es aquesta Hermosura?»
Para cada analogía cuenta con una explicación, que entreteje las formas literarias con teología antigua. Sobre la Aurora, precisa:
«Porque ella es la luz primera
que de luz los campos dora:
es del Sol la precursora,
cuyo divino arrebol
es engendrado del Sol,
y es Madre del Sol también».
Respondiendo después todos, como lo hará tras cada copla: «¡Está bien!»
A propósito de la luna, en la más delicada justificación -la misma que, inspirada en Tertuliano, el Concilio Vaticano II atribuyó a la Iglesia-, expresa:
«Porque abrasa el Sol y alumbra,
pero ella alumbra y no abrasa:
y es luz que al ardor no pasa,
pues su beldad peregrina
sin abrasar ilumina
y hace favor sin desdén».
Llegando al tema solar, que recuerda llamándolo «Apolo», hace un gracioso juego, el más ingenioso del texto:
«Porque Sol se dijo a solo
y es sola en la perfección:
una sola en el blasón,
una sola en la pureza,
una sola en la belleza,
y en la dignidad también.
Una voz moderna, cuyos restos reposan en la cripta de los canónigos, que se despidió de la ciudad un día después de la fiesta catedralicia, dejó también para que le editáramos como obra póstuma unos poemas marianos. Alfonso Castro, cúspide de la poesía religiosa del siglo XX, que alcanzó a asomarse en el nuevo milenio con sus traviesas figuras (Rosaestrella. Letanías insólitas, México 2009). Podría mencionar su insuperable texto a Nuestra Señora del Trópico, o recordar el arcoíris que le impuso como corona, para que no le pesara para no lastimar «la epidermis casta de su sangre». Pero me quedo hoy con la Señora del Mar, que ruega por las olas, porque recuerda a la virgen orante -vocación suprema también del Gran Templo-:
«Me puse a rezar, porque Dios estaba rezando.
Soplaba una brisa amable.
Un pelícano acromático
rezaba cada vez que en su pico acerado
aparecía la flor de un pez de vino.
Era de tarde. Caía la sombra.
Irreal la ola roja. Una gaviota
también rezaba porque Dios es bueno.
Y nuestra Señora de las olas
tomó todo el incendio de la tarde
y se tiñó las mejillas.
¡Ella también rezaba!»
Y por concluir, de nuevo en perspectiva cósmica, a la «Señora estrella de mis mañanas y mis noches»:
«Todo Ella era una Estrella,
la estrella del mar infinito,
la estrella de una cumbre misteriosa,
el lucero que llevaba en su seno
como una naranja de juego,
al Sol del amor».
A Ella la celebramos hoy en su Asunción, con una Catedral engalanada y, sobre todo, una invocación sincera por las necesidades de la ciudad, de la Iglesia y del mundo, con un toque de optimismo.
«Sonrió el poema de sus labios.
Un perfume infinito
se me metió en el alma.
Y su sonrisa
se bebió todo el vaso de mi angustia».
Publicado en el blog Octavo Día, de El Universal (www. eluniversal.com.mx), el 15 de agosto de 2014. Reproducido con autorización del autor: padre Julián López Amozorrutia.