Por Juan Gaitán |

Por experiencia podemos saber que la vida abarca distintas dimensiones: una dimensión personal, una familiar, otra social, la dimensión espiritual, la intelectual, etc. Olvidar una de esas dimensiones implicaría un desequilibrio en el modo como vivimos, con serias consecuencias psicológicas. Todas estas dimensiones, además, se encuentran relacionadas y, si las separamos, estaríamos atentando contra nuestra naturaleza.

Siguiendo esta realidad, podemos decir que si la Iglesia debe velar por la salvación de las personas (y no solamente de «las almas», como queriendo separarla de nuestra materialidad), entonces debe atender a sus múltiples dimensiones.

Me quiero fijar ahora en la dimensión social de la persona. Sabemos que en el centro del Evangelio está el anuncio del «Reino de Dios». Y este concepto, por sí mismo, connota fuertemente la dimensión social del ser humano: «Reino». Incluso, me atrevo a decir, es una palabra de cuño político, expresa una realidad político-social: Un Rey propio (Dios) y una ley propia (el amor hasta el extremo).

Ahora bien, como cristiano, no puedo evadir la pregunta: ¿Qué tanto hemos hecho, como Iglesia, para atender la dimensión social del pueblo mexicano? ¿Qué tanta culpa recae sobre nosotros, por haber sucumbido ante el pecado de omisión? ¿Será que le tenemos que pedir perdón a las familias de las víctimas de Ayotzinapa por no estar respondiendo a la misión que Jesucristo encomendó a sus discípulos?

Ciertamente, Jesucristo no buscó una revolución política, mucho menos la violencia, sino la transformación de las personas, el «cambio de rumbo», a través del anuncio de la Buena Nueva: existe un modo de vida pleno, bienaventurado, pero que implica el paso por la cruz. Intentando responder a la pregunta sobre la responsabilidad social de la Iglesia, me sirvo de tres actitudes concretas en el Evangelio que nos pueden orientar:

  1. a) Cuando Marcos narra la curación del leproso (Mc 1,40-45), usa la palabra griega «σπλαγχνισθεὶς» para describir lo que le provocó a Jesús ver a esta persona. Algunas biblias la traducen como «compadecido» y otras como «encolerizado», pues cada término señala un aspecto del concepto griego. Por lo tanto, no es errado interpretar que Jesucristo se indigna ante la marginación a la que la comunidad ha empujado al leproso. Se le «remueven las entrañas».
  2. b) Una de las parábolas que describe el Reino de Dios es la de la levadura que fermenta toda la masa (Mt 13,33; Lc 13,21). La misión de los seguidores de Jesús, de la Iglesia, es el anuncio y la edificación de este Reino, ser levadura.
  3. c) Juan el Bautista le decía a Herodes acerca de Herodías: No te es lícito tenerla (Mt 14,3-12). Es decir, no le tuvo miedo a encarar al gobernante, a la fuerza política, a pesar del peligro de muerte que esto implicaba. A este hombre fue a quien elogió Jesús (Mt 11,11-15).

Ante estas actitudes es posible hacerse tres preguntas:

  1. a) ¿A los cristianos, a la Iglesia, se nos remueven las entrañas ante los atropellos sobre personas concretas de nombre y apellido, hijos de Dios, hermanos nuestros? ¿Nos implicamos con quienes sufren la violación de sus derechos fundamentales?
  2. b) Si la masa no se está fermentando en un continente que se dice cristiano, ¿será que no estamos siendo levadura?
  3. c) ¿Tenemos miedo del poder político o somos ciegos ante los abusos del Estado a las garantías individuales? ¿Tenemos la capacidad para decir: «no te es lícito»?

Veo dos conclusiones que se desprenden de esto. La primera, que como Iglesia debemos asumir sin miedo las actitudes del Evangelio, sin ignorar lo que nos incomoda.

La segunda, que cada miembro de la Iglesia, desde su vocación particular, no ha de olvidar la dimensión social de la persona humana. Desde la vida clausura, hasta el laico inmerso en la política, todos debemos comprometernos desde nuestro sitio (y yendo más allá de éste), para garantizar condiciones de vida que no atropellen los Derechos Humanos como ha sucedido en Ayotzinapa.

Es preciso recordar las palabras de Aparecida: «Nos comprometemos a trabajar para que nuestra Iglesia Latinoamericana y Caribeña siga siendo, con mayor ahínco, compañera de camino de nuestros hermanos más pobres, incluso hasta el martirio» (DA 396).  Así, sin miedo, hasta el martirio. ¿O es que del Magisterio tomamos nada más lo que nos gusta?

Los hechos ocurridos en Ayotzinapa los asumo personalmente como una llamada: Arrepiéntete y cree en el Evangelio. Arrepiéntete de tu pecado de omisión, de tus medias tintas, y asume con valentía el Evangelio, para mayor gloria de Dios.

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