Por Juan Gaitán |
Recientemente me vi incluido en un par de discusiones informales que giraban alrededor de la pregunta: ¿cuál es el mayor problema de la Iglesia? Las respuestas iban desde los casos de pederastia, las riquezas que ostentan algunos miembros del clero, hasta no saber escuchar las verdaderas preocupaciones de los fieles.
Personalmente, llegué a una conclusión, que no es más que una propuesta: la raíz de los problemas de la Iglesia está en que no nos tomamos en serio el Evangelio.
Encuentro algunos síntomas de esto. El Evangelio, por ejemplo, pide que nos fiemos en la providencia de Dios, con el fin de ser libres para amar hasta el extremo, que no estemos atados a lo económico para así compartir cuanto tengamos y poder entregarnos a la alabanza y al servicio de los demás. Pero es difícil creernos aquello de «Pues si la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios así la viste, ¿no lo hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe?» (Mt 6,30).
El Evangelio tiene como centro el anuncio del Reino de Dios, que se inaugura en la persona de Jesús. El Reino habrá de ser el tesoro de nuestras vidas por el cual dejemos todo cuanto tenemos (Mt 13,44). ¿Pero es realmente la construcción del Reino de Amor lo que nos ocupa en la vida?
Amor, Justicia y Evangelio
Los hechos acontecidos recientemente en Ayotzinapa, Guerrero (México) son un tremendo grito de justicia, por lo que siguiendo la reflexión acerca del modo como asumimos o no el Evangelio, hemos de preguntarnos también por este pilar de la vida cristiana.
La Escritura está llena de llamados a la justicia, especialmente en los libros de los profetas. Felicísimo Martínez, en su libro ¿Ser cristiano hoy?, escribe: «El Reino de Dios es inconcebible al margen de la justicia», porque hacer justicia no es un acto de caridad, sino obligación de todos los hombres.
Ahora bien, la justicia evangélica está fundada en el amor, el perdón y la misericordia. Todo discípulo de Jesús habrá de apropiarse estas posturas y comprometerse con ellas, tomárselas en serio. Jesucristo siempre se mostró favorable ante los pobres, oprimidos, marginados, ante quienes más sufrían.
Pongámoslo así: Si todos somos hijos de Dios, entonces, somos todos hermanos en Cristo. ¿Pero en qué familia amorosa se permite que alguno de los hermanos padezca hambre, frío, o que su dignidad sea violada? ¿Es que nos tomamos en serio esto de ser en verdad hermanos en Cristo unos de otros?
Pienso que la mayor fuerza de transformación con la que cuenta la Iglesia son los laicos, inmersos en el mundo. Pero como laicos, ¿vivimos o no vivimos según la fe? ¿vivimos o no vivimos según el Espíritu de Dios, fiándonos de su providencia y luchando por su Reino?
Los cristianos, así pues, abandonados al Evangelio (¿hay otro modo de ser cristiano?) hemos de ser protagonistas de la construcción de realidades justas y garantía de justicia entre los hombres. Porque decirse cristiano e ignorar el sufrimiento de los más débiles es traicionar el Evangelio.
No debemos olvidar el ideal y apuntar hacia él. Como seres humanos somos pecadores, pero no por eso hemos de dejar de mirar hacia el ideal, porque el Reino ya está aquí, aunque sólo se manifestará en su integridad en la plenitud de los tiempos. Dejemos de culpar a otros y asumamos nuestro papel como miembros de la Iglesia; y que Dios nos libre de la comodidad de vivir una fe a nuestra manera y no asumir seriamente la radicalidad del Evangelio.
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