Por Fernando Pascual |
Al mirar hacia el propio pasado, sentimos una pena profunda. ¿Por qué tanta oscuridad, tanta miseria, tanto pecado? Quisiéramos borrar hechos y palabras, silencios y omisiones, cobardías y avaricias. Pero en las páginas de nuestra historia hay borrones que asustan y entristecen, y no hay manera de suprimirlos.
He cometido muchos errores, he pecado tantas veces, he herido a familiares y amigos, he fallado en mis compromisos, he optado por el egoísmo y la injusticia…
Dios dirige su mirada hacia mi historia de un modo diferente. Desde luego, sabe y percibe en todo su dramatismo el pecado que he cometido, incluso lo sufre más que yo mismo. Pero más allá del pecado mira al hijo.
Sí: me ve como a un hijo frágil y enfermo. Toca mi necesidad de consuelo y de ayuda. Anhela acariciar mis heridas para curarlas. Desea cuanto antes destruir el pecado y restablecer una alianza de amor (cf. Col 2,13-14).
Necesito recordarlo: “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,17). Por eso, puedo hacer mías las palabras de san Pablo: “vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2,20).
Dios quiere borrar de mi corazón toda lágrima enfermiza. Espera que llore con una tristeza sana, según Dios (cf. 2Cor 7,10), para luego sentir esa alegría que hay en el cielo por cada pecador que se convierte (cf. Lc 15,7).
Mi pasado está puesto en las manos y el corazón de un Dios que es Padre misericordioso y bueno. Ya no tengo que angustiarme. Desde que Cristo dio su vida por mí, mi corazón puede acercarse, lleno de confianza, al trono de la gracia y de la misericordia (cf. Hb 4,16).