Por Julián López Amozurrutia |

En un homenaje más que justo, Don Miguel León Portilla recibió el Doctorado Honoris Causa de parte de la Facultad de Filosofía de la Universidad Pontificia de México. «Ya se habían tardado», expresó jocoso el maestro cuando se le invitó a recibirlo. Por primera vez, una instancia eclesiástica mexicana rendía el debido reconocimiento a uno de los más notables promotores de nuestra cultura.

Ciertamente, no le hacía falta una condecoración más. Él mismo, con exquisita delicadeza y alegre buen gusto, dejó ver la motivación que hacía de esta una ocasión especial: le permitía recordar al que fuera su propio tlamatini, el padre Ángel María Garibay. El tributo a su persona se volcó en una ponencia magistral de gratitud a quien abriera tantas fuentes de investigación sobre la Antigua Palabra.

La lección estuvo llena de recuerdos sobre él. El buen humor de Don Miguel retrató con fina pluma el genio del padre Garibay, el que parecía hosco pero cuando encontraba a alguien «que no fuera ni tonto ni flojo» podía dejarlo entrar desde su gran corazón el universo de su investigación. Aquel hombre del que se cuenta que sus parroquianos pedían al obispo que les mandara a alguien que ya hubiera terminado de estudiar. El que en su erudición grabó para nuestro país el testamento de la gran herencia que ha recibido como patrimonio, y que no siempre sabe valorar: la confluencia de la cultura mesoamericana y la mediterránea en un mosaico multicolor. Al mismo que Don Miguel consagró ya una obra exquisita, de memoria compartida: Ángel María Garibay K. La rueda y el río (México 2013).

Como recordaban los antiguos en la exhortación de padres a hijos, hay que cuidarse «de las palabras vanas, de las palabras de recreación porque no son buenas, no son correctas» (Huehuehtlahtolli, México 1991, 65). Lo compartido por Don Miguel, como corresponde a un sabio, no tuvo desperdicio. Su poderosa memoria nos permitió asomarnos al pasado, pero sobre todo nos despertó la esperanza, la visión optimista del futuro. Nos concedió ver ese fenómeno admirable que ocurre en las inteligencias que se conservan despiertas, y que parecen no cansarse nunca. Las que pueden descubrir delante un camino que vale la pena recorrer, y que no deja de presentarse como un itinerario fascinante.

La cortesía se hizo sentir también en el intercambio, al ofrecer para la Biblioteca de la Universidad y para la Basílica de Guadalupe una copia del Fondo Ángel María Garibay que se conserva en la Universidad Nacional Autónoma de México. Gesto que suscitó, evidentemente, el aplauso agradecido de la concurrida asistencia.

La reflexión sobre el evento dio la oportunidad de valorar la tradición universitaria mexicana, del que de manera distinta, pero no contrapuesta, son herederas la UNAM y la Universidad Pontificia. La relectura de nuestra historia está en un momento favorable para desprenderse de tensiones estériles y propiciar la madurez de quien ha integrado su pasado con sabiduría y cordura. También en esto Don Miguel permitió que se cumpliera la recomendación del padre al hijo: «No dividas a las personas, no las hagas apartarse entre sí… Tú no dañes, no ensucies la estera, el sitial, la comunidad, la paz» (Huehuehtlahtolli, 79). Al contrario, su bonhomía fue un auténtico apretón de manos de instituciones con vocación distinta, y al servicio de la misma sociedad.

El homenaje fue la confluencia de muchos andares sobre el mismo camino. Cuando yo estudiaba mi primer ciclo de Filosofía, el texto de Don Miguel sobre el pensamiento náhuatl fue fundamental para descubrir un océano de posibilidades. Como testigo de ese momento, mi corazón también lo expresaba con sinceridad: ¡Gracias, Don Miguel!

Publicado en el blog Octavo Día, aparecido en el universal.com.mx el 3 de octubre de 2014; con permiso expreso del autor

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