Por Fernando Pascual |

La historia humana está teñida de sufrimiento, sobre todo a causa de injusticias que han herido millones de existencias.

La enumeración podría ser casi infinita. En el mundo griego y en el imperio romano, entre los judíos y los persas, junto al Ganges o al lado del Nilo, bajo los aztecas o los españoles, bajo falsos ideales de justicia o con promesas engañosas de libertades, desde ideologías despiadadas o por corrupciones endémicas: ¡cuánto dolor, cuánta sangre inútil, cuánta prepotencia!

En su novela “Todo fluye”, Vasili Grossman recoge algunos de esos dramas durante los terribles años del comunista Stalin. Hacia la mitad de la obra, tras una cruda descripción del hambre provocada en Ucrania en la década de 1930, pone la siguiente reflexión en labios de una protagonista, tras haber descrito cómo retiraban los cadáveres de miles y miles de campesinos:

“Fue como si no hubiesen vivido. Pero habían pasado muchas cosas. Amor, mujeres que abandonaron a sus maridos, hijas entregadas en matrimonio, peleas entre borrachos, visitas de amigos, pan recién horneado. Cuánto trabajo y cuántas canciones habían cantado. Y los niños iban a la escuela… Y el cinematógrafo ambulante llegaba al pueblo; también los más viejos iban a ver las películas.

Ya nada de eso queda. ¿Dónde fue a parar esa vida? ¿Dónde están aquellos sufrimientos horribles? ¿Es posible que no haya quedado nada? ¿Es posible que nadie responda por todo aquello? ¿Que todo se olvide, sin una palabra? La hierba lo cubrirá todo.

Ahora te hago una pregunta: ¿cómo ha podido pasar todo esto?”

“¿Es posible que no haya quedado nada?” El silencio ante tantos dramas, la falta de atención a millones de pequeñas historias, ¿anula por completo el sentido de la vida de quienes quedaron en el lado de los vencidos, de los aplastados, de los hambrientos, de los condenados simplemente por su apellido, su religión o su raza?

Hay, sí, documentos y escritos que sacan a la luz una parte de esas tragedias humanas. Pero nunca llegaremos a comprender lo que sufría cada corazón, lo que lloraba una madre al ver morir miserablemente a su hijo pequeño, lo que sentía un hijo al ver a su padre condenado por delitos que nunca había cometido.

Sin embargo, toda lágrima llega hasta el corazón de Dios. No comprendemos, ciertamente, su silencio. Incluso algunos levantan un dedo acusador a Dios ante tantos dramas. ¿No pudo haber hecho algo?

Sí, anhelamos que Dios intervenga, pero no podemos olvidar que ya dio su palabra, que ya descendió al mundo para acompañar a las víctimas, a los pobres, a los enfermos, a los huérfanos, a los abandonados.

Precisamente la certeza de que Dios existe abre horizontes a la esperanza: habrá un día justicia para tantos millones de inocentes. No será como esa pseudojusticia, muchas veces falsificada o incompleta, que se obtiene en un libro de historia o en una sentencia de tribunales: no podemos olvidar que también hoy los historiadores se equivocan y los jueces condenan a quienes no son culpables.

La de Dios será una justicia completa y sanadora. Una justicia que ve más allá de las apariencias, que recoge cada lágrima de las madres, de los padres, de los hijos. Una justicia que recibe a los justos en un Reino que da sentido a toda la inmensamente difícil aventura humana.

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