Por Juan Gaitán |
Cuando Jesús invita a la conversión, a dejarlo todo para seguirlo, lo hace apelando a la libertad de cada persona. Él no obliga a nadie a actuar de cierto modo, propone, no impone.
De este modo, es propio del cristiano ejercer su libertad para construir el Reino de Dios. Se dice que el pecado esclaviza, porque una característica de éste es que va disminuyendo la claridad de la persona para distinguir lo bueno de lo no tan bueno o de lo malo, así como la capacidad para superar las tentaciones. Sólo puede amar quien es libre, porque el amor sólo es genuino cuando surge de una decisión.
Con esto quiero decir que no se puede hablar realmente de caridad cuando alguien es obligado a actuar de cierta manera, por muy «bueno» que esto parezca. Un ejemplo sencillo: Si una madre obliga a su hijo a regalarle un juguete suyo a un niño de la calle, no se puede afirmar que la acción de regalar el juguete haya sido un acto de amor, sino que fue simple y llanamente consecuencia de una orden. Mientras el niño no esté convenido de la bondad de su acto, entonces no habrá caridad en la acción del niño, incluso es muy probable que la realice de mala gana.
La libertad en la religión
Jesucristo criticó duramente a aquellos judíos de su tiempo que cumplían la Ley por la Ley misma. En nuestro catolicismo esto es una tentación muy común, actuar «porque así lo manda la Iglesia».
En épocas pasadas era muy común esta dinámica de ordenar-cumplir. Los profesores en las escuelas y los padres de familia proferían órdenes que niños y jóvenes obedecían sin chistar. Esa dinámica se extendió también a la Iglesia, en la que la palabra del sacerdote o la catequista era incuestionable. Sin embargo, los tiempos cambian y el modo de funcionar de las sociedades actuales exige nuevas maneras de liderazgo, de profetismo. ¡Y qué bueno!
Las personas que están esperando que les digan qué hacer, viven como esclavos y difícilmente desarrollan una vida de amor, porque como ya dijimos, sólo existe amor donde hay libertad, la cual implica el discernimiento entre las posibilidades y la ejecución de la acción. Es radicalmente distinto obedecer una orden bajo la seguridad de que esa orden es buena, a obedecerla sin más.
Por tanto, las personas religiosas que no entienden sus directrices, la esencia de sus dogmas, la intención de sus orientaciones morales, son esclavas de su propia religión, viven bajo el yugo de la ceguera, de los pensamientos ajenos. Esto no puede más que llevar a la deshumanización.
Los sistemas doctrinales de las distintas religiones, especialmente en temas morales (por ejemplo, en nuestro Magisterio), son orientaciones dadas por quienes se han dado la tarea de analizar estas cuestiones y, como tales, se agradecen, pues son un firme referente; pero nunca será lo mismo vivir una Eucaristía por sentirse obligado a «ir a misa» los domingos, que haber descubierto el valor incalculable de este sacramento.
Así pues, la Iglesia necesita hoy más que nunca cristianos valientes que cuestionen su modo de ser y de actuar, contrastándolo con el Evangelio, con los criterios de Jesús. Porque tras asimilar las propuestas de la propia religión, la vivencia será real y no aparente, sólida y no ciega, construida sobre roca y no sobre arena. Y tú, ¿eres esclavo de tu religión?
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