El aclamado relativismo es un fraude que no resiste la prueba de la existencia objetiva del mal, porque éste no se resuelve en un asunto de opinión. ¿La dignidad de los muchachos de Ayotzinapa depende del punto de vista de quienes los desaparecieron? ¿Acaso nuestra dignidad es relativa?

Obvio, no me refiero a la actitud epistemológica que nos permite reconocer y celebrar la expansiva diversidad humana. Un hecho del cual lo mejor de la teología católica se ha ocupado desde tiempos inmemoriales —como en el desarrollo del derecho natural histórico analógico—, y de lo cual la ciencia social mucho se ha beneficiado. Me refiero al vulgar relativismo que domina nuestra cultura. Esa “filosofía” que banaliza la existencia de numerosas personas, pues reduce nuestra dignidad a un asunto de opinión, hasta arrogarse el derecho de decidir quiénes son plenamente humanos, cuáles merecen vivir y bajo qué condiciones. La propaganda de una clínica abortista lo resume claramente: hay hijos por elección y otros por accidente. Los segundos merecen morir. ¿Desde cuándo nuestra dignidad es un accidente? Un poco de soberbia basta para afirmarlo. Un poquito más para actuar en consecuencia.

Cuando nos negamos a reconocer que la raíz del mal está en la reducción de una persona a objeto, a ente “accidental”, entonces permitimos que se instale una narrativa que justifica una cultura sin bondad. Así, se empieza criminalizando a los pobres diciendo que la pobreza es causa directa del crimen, un lugar tan común como falaz que ya nadie cuestiona. Luego, los abortistas alegan, entre muchas ocurrencias, la conveniencia de impedir que los pobres nazcan para abatir los índices de criminalidad. Se trata de vidas que no merecen ser vividas, niños condenados a la pobreza y al crimen que descomponen el tejido social. Sería mejor tener “misericordia” con ellos y matarlos en prevención de los delitos que pudieran llegar a cometer fuera del seno materno.

En mor de este relativismo, se ha aceptado la creación de un nuevo tipo de seres humanos: los “accidentales”, también llamados “no deseados.” Unos, a causa de su pobreza económica y social. Otros, por no cumplir con ciertos estándares de calidad física o eficiencia neuronal como discapacitados, enfermos crónicos y terminales. A los segundos se les debe eliminar por aborto eugenésico (síndrome de Down, por citar uno entre muchos ejemplos) y, en etapas posteriores, aplicándoles la muerte “por misericordia”, pasando la eutanasia como “suicidio asistido”, es decir, conseguida mediante presión social y psicológica de modo que la víctima sea quien lo pida. Así, se ha llegado a considerar la promoción del aborto, la eugenesia y la eutanasia como algo adecuado, incluso muy “progresista”.

El relativismo es la filosofía del pequeño burgués, profesional del narcicismo a quien el prójimo estorba, clásico promotor de una ética sin bondad disfrazada de chantaje sentimental, de actos egoístas con manto “misericordioso”. Hace mucho que la pequeña burguesía dejó de ser una clase social, para convertirse en un estado mental que enferma el alma hasta sumirla en la mediocridad, siempre frívola y banal.

La bondad nace de mirar al otro como persona rebosante de dignidad, sin importar su condición. San Francisco pudo reconocer al leproso como hermano sólo después de besar sus llagas, porque en las llagas de cualquier crucificado encontramos la verdad sobre nuestra humanidad. El relativismo, por el contrario, provoca que desviemos la mirada y, al hacerlo, que colaboremos con el mal. No es casualidad. Ambos surgen de un acto de soberbia y en la banalidad se encuentran.

jorge.traslosheros@cisav.org

Twitter: @trasjor

 

 

 

 

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