OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozurrutia |
El decreto Orientalium Ecclesiarum del Concilio Vaticano II se ocupa de las Iglesias Orientales Católicas. Manteniendo su unión con el Sumo Pontífice, ellas constituyen un tesoro singular de ritos y tradiciones propias.
Así lo reconoce en su introducción: «La Iglesia católica tiene en gran aprecio las instituciones, los ritos litúrgicos, las tradiciones eclesiásticas y la disciplina de la vida cristiana de las Iglesias orientales. Pues en todas ellas, preclaras por su venerable antigüedad, brilla aquella tradición de los padres, que arranca desde los Apóstoles, la cual constituye una parte de lo divinamente revelado y del patrimonio indiviso de la Iglesia universal» (n. 1).
El documento, más bien breve, se enfoca en un problema que en la práctica no ha logrado detenerse: una cierta tendencia a la latinización, es decir, a abandonar los propios usos para adoptar los de las comunidades latinas occidentales. Habiendo enfrentado en muchos momentos persecuciones y dificultades culturales, el aparejamiento con la tradición latina parecería ofrecerles más fortaleza. Lo cierto es que el Concilio tuvo el tino de reconocer que aquel mecanismo tendía, más bien, a empobrecer a todos.
Los esfuerzos posteriores cristalizaron con un Código de Derecho Propio, el Código de Cánones de las Iglesias Orientales. La colegialidad en ciertas decisiones, la venerable estructura de los patriarcados y una práctica litúrgica propia no sólo han terminado por encontrar un cauce efectivo de realización, sino que han ayudado a la Iglesia latina a conocer mejor y apreciar ese bagaje de incontestable valor. Ello adquiere en nuestros días una relevancia especial, visto que algunas de ellas han sufrido recientemente con particular crueldad la persecución y el acoso.
El otro decreto mira a las comunidades no católicas pero sí cristianas, con las que se guarda un nexo histórico, y de gradual afinidad teológica y disciplinar. Con ellas se realiza el movimiento ecuménico, que tiende a encontrar en la verdad y en la caridad cauces de acercamiento, hasta que se pueda hablar de plena unidad. Es la Unitatis Redintegratio.
El movimiento ecuménico surgió fuera de la comunión católica. Aunque siempre hubo simpatizantes suyos entre los católicos -señaladamente Yves Congar, en el período preconciliar-, una comprensible preocupación porque aquello se entendiera en una perspectiva de relativismo doctrinal y disciplinar, retrasó un acercamiento oficial. En la práctica, el decreto ha dado pie a una disposición fraterna entre las comunidades, diálogos teológicos con diverso nivel de avance y colaboración en diversos frentes. En su primer capítulo, el documento establece los principios católicos sobre el ecumenismo. En el segundo, plantea lo que ha de ser la práctica del mismo. El tercero mira en directo los bloques de estas iglesias históricas: las ortodoxas y las evangélicas. Con ello desglosa lo que ya había mencionado el n. 15 de Lumen Gentium: «La Iglesia se reconoce unida por muchas razones con quienes, estando bautizados, se honran con el nombre de cristianos, pero no profesan la fe en su totalidad o no guardan la unidad de comunión bajo el sucesor de Pedro».
El espíritu fundamental de la participación en el movimiento ecuménico pretende concentrarse más en lo que nos une que en lo que nos divide. Por un lado, a los católicos se nos invita «con sincero y atento ánimo» a «considerar todo aquello que en la propia familia católica debe ser renovado y llevado a cabo para que la vida católica dé un más fiel y claro testimonio de la doctrina y de las normas entregadas por Cristo a través de los apóstoles». Por otro lado, se nos invita a reconocer con gozo y apreciar «los bienes verdaderamente cristianos, procedentes del patrimonio común, que se encuentran entre nuestros hermanos separados», pues «es justo y saludable reconocer las riquezas de Cristo y las obras de virtud en la vida de otros que dan testimonio de Cristo, a veces hasta el derramamiento de sangre» (n. 4).