OCTAVO DÍA |Por Julián López Amozurrutia |

Llegó el Adviento. Un nuevo adviento. El adviento de siempre. Con su voz de promesa y su sabor de cielo. Con él, Isaías marca la ruta. «Vengan, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob, para que él nos instruya en sus caminos y podamos marchar por sus sendas» (Is 2,3). El místico ascenso sorprende, cuando el tema del tiempo litúrgico es que Alguien viene. Desciende. En el horizonte, el anuncio sorprende, sonándonos incluso a disparate. «De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra» (Is 2,4).

Nuestras rutas se han llenado de bandoleros. El nerviosismo vuelve torpes y violentos hasta a los más mansos. Hace unos días, un choque accidental de dos buenas personas estuvo a punto de convertirse en conflagración callejera. Se esparcían insultos inútiles, que acrecentaban la tristeza. El enojo se contagiaba. Mientras tanto, unos vivales aprovechaban la ocasión para obtener ventaja. Tras el incidente, un sopor desesperanzado se apoderó de algunos de los testigos pasajeros. ¿No se suponía que no les debía afectar? ¿No aseguraban haber acatado la orden individualista de nuestra cultura, que les imponía mantenerse al margen de lo que no les incumbía? Pero era imposible. Las espadas los habían alcanzado.

Y, sin embargo, un cambio es posible. No se trata, ciertamente, del de la indiferencia. No de aceptar el paso desenfadado de quien no se inmuta aunque estalle la tierra. Pero tampoco es razonable contentarse con la inercia del odio. Un cambio hacia la paz, hacia la justicia, hacia la verdad. Ese es el colmo de la locura divina. Ese es el horizonte posible. La renuncia a la agresión, a la ofensa, a la venganza incontenible. El perdón. La realización de una vida nueva, auténticamente nueva. La que nos trajo Jesucristo.

Casi inevitablemente este tiempo me lleva a releer un texto que me atrapó desde mis primeros años de Seminario. Es de Karl Rahner, el críptico jesuita. En su faceta contemplativa me abría entonces universos insospechados. En su «Dios que has de venir» oraba:

«Te llamamos porque desesperamos de nosotros mismos; sobre todo cuando, tranquilos y presos en nuestra finitud, nos juzgamos sabios… Porque no nos podemos ayudar, porque no podemos librarnos de nosotros mismos, por eso hemos conjurado sobre nosotros la plenitud de tu vida, tu realidad y tu verdad, por eso hemos apelado a tu sabiduría y justicia, tu bondad y misericordia, para que tú mismo vinieras, para que arrancaras todas las cercas de nuestra limitación, para que hicieras riqueza de la pobreza, eternidad de nuestra temporalidad».

Para concluir: «Si las obras son las que maduran, y no es el tiempo el que hace durar las cosas y las realidades; si una nueva realidad hace surgir una nueva época, con tu encarnación ha despuntado una nueva y última época… Pero propiamente no se trata de ‘volver de nuevo’, pues tú nunca nos abandonaste en tu naturaleza humana, que escogiste como tuya eternamente. Se trata sólo de que se manifieste con mayor claridad cada vez que tú vienes realmente, que el corazón de todas las cosas se ha transformado ahora, porque tú las has tomado en tu corazón» (Palabras al silencio, Estella 1991, 114.118-119).

El cambio es posible, y el cambio está siempre acercándosenos, si nos dejamos tocar. Nuestra justicia es siempre insuficiente, ridículamente insuficiente. Y, sin embargo, la aspiración a un orden distinto de cosas no desaparece. Los jóvenes nos lo vuelven a mostrar, más allá de sus ambigüedades. Las rutas pueden recorrerse de otra manera. «¡Casa de Jacob, en marcha! Caminemos a la luz del Señor» (Is 2,5).

Artículo publicado en el blog Octavo Día de eluniversal.com.mx, el 5 de diciembre de 2014; reproducido con permiso expreso del autor.

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