Por Fernando Pascual |

Alguien dijo que quien se casa con su tiempo corre el riesgo de pasar de moda.

Muchas características de cada época histórica pasan. Quien busca adaptarse a ellas no podrá eludir las dinámicas sociales y culturales que suplantan unas ideas y modelos con otros.

Por eso la Iglesia católica no puede casarse con todo aquello que sea caduco, contingente, pasajero. El mensaje que la Iglesia posee, recibido de Cristo e iluminado por el Espíritu Santo, no puede ceder ante las modas, ni ante las presiones de grupos de poder, ni ante la mentalidad de las mayorías.

El criterio básico que tiene la Iglesia a la hora de tomar sus decisiones más importantes es siempre el mismo: ser fiel a lo que Dios le pide.

Si alguien olvida lo anterior y busca hacer asequible el Evangelio a base de pactos con la modernidad, lo único que logrará es dañarse a sí mismo y a quienes contagie.

Vale la pena recordar aquellas firmes palabras del Maestro: «Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres» (Mt 5,13).

Un mensaje adulterado no consigue nada realmente fecundo. Quizá atraiga a algunos ante lo fácil que resulte o lo agradable que parezca. Pero ni las apariencias ni las facilidades permiten alcanzar la meta más importante que cualquier ser humano puede desear: su propia salvación (cf. 1Pe 1,9; Flp 2,12).

Todos los que formamos parte de la Iglesia católica necesitamos recordarlo: la mentalidad del mundo, la modernidad alejada de Dios, la mundanidad enemiga de Cristo, son incompatibles con nuestra fe.

Conservan toda su fuerza estas palabras de san Pablo: «no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12,2-3).

Hay que vigilar, por tanto, para no quedar atrapados por un mundo devorador. Sólo entonces podremos transformarlo con una energía y una fecundidad que no son nuestras, sino que vienen del mismo corazón de Cristo: «En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).

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