Por Fernando Pascual |

A lo largo de la historia miles de hombres y mujeres han mentido, han odiado, han robado, han matado, han traicionado, han destruido, han dejado secuelas de dolor y lágrimas.

El presente no ofrece señales de ruptura con ese pasado trágico. También hoy miles de seres humanos dañan gravemente a otros seres humanos, además de provocar enormes catástrofes naturales con consecuencias imprevisibles.

El panorama puede parecer desolador. En más de uno asoma la idea: ¿no será que el ser humano está mal hecho? ¿Es la especie humana algo sano o padece una patología ineliminable?

Ante este tipo de comportamientos, ante tanto dolor que pudo haber sido evitado, surge la tentación de despreciar nuestra misma naturaleza. No falta quienes dicen que uno de los peores logros evolutivos se produjo, precisamente, cuando en el planeta tierra aparecieron los primeros seres humanos…

Llegar a condenar a toda la humanidad por esos hechos no es justo. En primer lugar, porque también en el pasado y en el presente, millones y millones de seres humanos han sido honestos, han respetado los bienes ajenos, han defendido la vida de otros, han sido fieles a buenos ideales, han construido viviendas y hospitales, han aliviado el dolor de los cercanos y los lejanos.

En cada corazón se esconde esa terrible alternativa: hacia el mal que destruye o hacia el bien que edifica. Si dejamos de lado los muchos casos de enfermedades psíquicas que quitan por completo la responsabilidad de un acto, reconoceremos ese gran tesoro de la libertad que permite a unos vivir como tiranos y a otros resistir como héroes de la verdad y la justicia.

¿Qué hay en el ser humano que lo hace tan terrible y tan magnífico? Es uno de los grandes misterios que atraviesa toda nuestra historia. Más allá de respuestas insuficientes que no llegan al núcleo del problema, cada hombre, cada mujer, se encuentra ahora en una encrucijada, y la decisión está, por entero, entre sus manos.

Escoger el mal provocará nuevos daños. Escoger el bien atraerá un poco de bondad y belleza. Solo con opciones sanas y justas “podemos abrirnos nosotros mismos y abrir el mundo para que entre Dios: la verdad, el amor y el bien” (Benedicto XVI, encíclica “Spe salvi” n. 35).

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