Por Julián López Amozurrutia |

El armisticio es posible. Lo fue hace cien años, en la recordada «Tregua de Navidad» de la Gran Guerra. Enfureciendo a los altos mandos, que no pudieron sino ver en ello una retractación o un acto de debilidad. Y, sin embargo, es más humano que la guerra misma. Es verdad que la agresión como estilo de vida se extiende, invade los corazones limpios, contagia y se agrava. Incluso nos acostumbramos a ella. Pero no está dicho que así deba ser el hombre. Más aún, ahí está la prueba de nuestra insensatez. Escuchar el interior mueve a deplorar la violencia, como un fracaso. Y a desear con sinceridad la paz. Pero más allá del deseo, ¿cómo se construye?

¿Qué hubo entre los soldados de aquella tregua? Villancicos. Cantos que les evocaban el hogar seguro, la alegría familiar, la inocencia latente. Un impulso interior que les hacía captar la necedad de la guerra. Los contendientes no llegaban a identificar la justificación de aquel estado, que ponía en riesgo sus vidas y los convertía potencialmente en criminales. Hay algo más grande, intuían. Aún podemos ser felices.

Varias décadas después, cuando el mundo había sido testigo en aquellos mismos lugares de otra conflagración, Hannah Arendt habló de la «banalidad del mal», a propósito del proceso contra Adolf Eichmann. Las treguas de Navidad parecen aportar el contrapunto: la persistencia del bien. No sólo son posibles las más grandes atrocidades en personas que no parecen particularmente perversas. También es posible -y tal vez más frecuente- que el milagro de la vida afirmada como un valor se levante en los espacios donde todo parece perdido. Inesperados actos de generosidad en medio de la más cruel miseria. Sonrisas frescas en medio de duelos.

Estas semillas interiores pueden ser dejadas al acaso, como curiosidades históricas. Pero contienen una fuerza revolucionaria, que tal vez convendría aprovechar, de manera consciente. ¿No podemos escarbar más en esos manantiales interiores de nobleza y buena intención? ¿No podemos rescatar las aspiraciones de fraternidad que laten en el alma?

«Si el amor es mayor cuanto más sencillo -cantaba Wojtyla al sol inagotable, y más sencillo el deseo cuanto más grande el amor, no te extrañe que deseara Dios / ser aceptado por los más sencillos y humildes, cuyas almas son siempre puras / y no encuentran palabras para expresar su amor. Él mismo, cuando de nosotros se enamora, nos encanta con su sencillez, con su pobreza, con el heno de Belén. María mecía tiernamente al Niño / y con su toquilla le protegía del frío» (K. Wojtyla, Madrid 20055, 18).

¿No hay en el Evangelio una idealización de la pobreza? ¿Acaso no hay pobres arrogantes, violentos, ambiciosos? Claro, no es sólo la pobreza material. Contra esa, de hecho, hay que luchar, para que todos puedan tener una vida digna. Pero sólo la humildad, la humildad fuerte y creativa, es capaz de entrar en tregua y propiciar la paz.
La soberbia contamina nuestras búsquedas. Dije soberbia, no «autoestima». Nos mantiene en pie de lucha y, en el fondo, desconfía de la propia valía. La humildad, en cambio, alcanzada como una serena conquista, afirma el valor y persevera en la vida. Puede estar triste, en ocasiones, pero no frustrada. Soporta adversidades, pero no se rinde. Mantiene el rumbo en lo esencial y es flexible ante las circunstancias. Llega incluso a jugar y conserva el buen humor.

La humildad es la única capaz de un armisticio verdadero. Con sorpresa, puede reconciliar hermanos distanciados y aún naciones en pugna. «¡Oh milagro, milagro, milagro! Cuando a Dios protejo con mi humanidad, Él me protege con su amor / y su martirio» (K. Wojtyla, op. cit., 18).

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