Por Carlos Ayala Ramírez, director de radio YSUCA, El Salvador |
Hace más de dos décadas, el padre Ignacio Elacuría llamaba con vehemencia a que el pueblo hiciera oír su voz. Así lo proclamaba: “Que el pueblo reflexione, desde el punto de vista de la Iglesia, en sus comunidades de base; desde el punto de vista social en sus cantones (…) Que reflexionen sobre la situación del país, que exijan ser bien informados. Que hagan sentir cómo se necesita cuanto antes un desarrollo económico profundo del país, cómo se necesita que se resuelva su problema de injusticia”. Mucho de esto muestra uno de los más recientes informes del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), denominado “La pobreza en El Salvador”. El documento ofrece la palabra de cientos de personas con las cuales se conversó con el propósito de entender la pobreza desde su vivencia.
El estudio presenta un cambio de enfoque respecto a otras investigaciones sobre la pobreza. Parte de que para definir bien este fenómeno y dar pistas para su erradicación es indispensable tomarle la palabra a quienes lo sufren. Es decir, para hacer un diagnóstico apegado a la realidad, se requiere un cambio de informante. En lugar de darle la primacía a la estadística, es indispensable ir a la fuente humana. En consecuencia, se realizaron numerosos encuentros con comunidades, previamente identificadas como parte de las que aglutinan a los hogares con mayores niveles de privaciones. En las consultas se indagó sobre las carencias más sentidas, con lo que se identificaron ocho dimensiones: vivienda, trabajo, esparcimiento, seguridad, salud, alimentación, educación e ingresos. Así, la pobreza fue entendida y medida considerando su carácter multidimensional y desde la óptica de los empobrecidos.
¿Cómo definen los pobres la pobreza? Rigoberto, de la comunidad Santo Domingo, en Guazapa, San Salvador, afirma: “Pobreza es tener escasez, pero de todo”. Xiomara, de la comunidad Santa Lucía, en San Julián, Sonsonate, declara que la “pobreza es vivir en lo más pésimo que puede haber. Es no tener los recursos para poder comprar y satisfacer las necesidades que tenemos. Por eso, pobreza es la escasez de trabajo, porque si no hay trabajo, no hay dinero. O hay trabajo, pero si no se tiene la educación, no se logra”. Alcides, de Altos del Matazano, La Libertad, señala que la pobreza “es incertidumbre, es no saber si se tiene algo para mañana. ¡Ah! si tuviera maíz y arroz para un mes… ¡fuera feliz! Ya no sería pobre”.
Las personas consultadas en el estudio, pues, describen la pobreza en términos de las carencias más sentidas en sus vidas. Recojamos algunas aseveraciones emblemáticas registradas en la investigación del PNUD, que apuntan hacia las distintas dimensiones de este problema desde la perspectiva de quienes lo padecen.
Pobreza es no tener los recursos económicos. Y se explica en los siguientes términos, en voz de uno de los entrevistados: “No tenemos trabajo, y sin trabajo no hay dinero para salir adelante. Nosotros vivimos en una zona marginal. ¿Qué significa eso? No tener para comprar un terreno. No podemos salir de la pobreza porque no hay moneda para echar a andar nuestros proyectos”.
Ser pobre es no tener una vivienda digna. “En el polvo uno se acuesta”, dice un habitante de la comunidad La Cuchilla, en Antiguo Cuscatlán. “En el polvo uno tira capas y se acuesta, pero en el suelo enlodado, ¿cómo?”. ¿Cuál es la casa que desean? fue una pregunta que se hizo en las distintas comunidades consultadas. La “que tiene la capacidad de que resista un terremoto y un huracán, inundaciones también”. “Una casita más o menos… que no esté rodeada de lámina picada, como que es zaranda”, dicen habitantes de Altos del Matazano.
Pobreza es rebuscarse para el alimento del día. Las consultas hechas apuntaron dos características de la dieta de la pobreza: la monotonía y la escasez. En otras palabras, comer lo mismo —por lo general, tortillas y frijoles— y, en muchas ocasiones, “salteado”. Los alimentos se compran para el día y, si el dinero alcanza, para todos los miembros de la familia. “Aunque no pueda yo, pero que coman los hijos” es un comentario que apareció con frecuencia en el estudio.
Salir a pasear resulta prohibitivo para quienes viven en pobreza: “Yo no salgo, no tengo dinero para ir a vagar”, expresa un habitante de la comunidad Santo Domingo. “¿Cómo le digo a mi esposa ‘te voy a invitar’? ¿De dónde? Si uno no trabaja, no hay dinero. Mi esposa me dice: ‘Viejo, ¿cuándo vamos a ir con los niños a pasear al pueblo o a la capital?’. ‘Híjole’, digo yo”. Por otra parte, Kimberly, de 8 años, dice: “Chivo fuera que por lo menos tuviéramos dónde jugar o algunos columpios aquí por la casa”.
La pobreza llega porque no tenemos trabajo todos los días. “Para mí, el problema más importante sería lo del desempleo, porque si uno tiene una escritura, una casa, necesita tener un trabajo para sostenerla”, explica un habitante de Altos del Matazano. Por su parte, Edmundo, que vive en esa misma comunidad, comenta: “Si uno observa en los parques, hay muchísima gente que tal vez viene cansada de buscar un trabajo y no lo encuentra”. Y Besy, de San Luis Tepezontes, La Paz, señala: “En el campo hay más pobreza porque no hay dónde trabajar; la gente trabaja en la finca, pero gana la cuarta parte de lo que gana en la ciudad”.
Pobreza es carecer de acceso a los servicios de salud. Comenta Jesús, de la comunidad El Trébol, en Santa Tecla: “A veces a uno no lo operan porque falta dinero… Entonces, uno se queda esperando que Dios lo sane, porque es el único doctor que nosotros tenemos. Pero Él ha dejado a sus doctores, para que también hagan curaciones, y si uno no tiene dinero, ¿cómo termina? Esperando la muerte”. Y Ovidio, de la comunidad Tierras de Israel, en San Pedro Masahuat, dice que si uno “está alentadito, la alegría es trabajar para ganarse el pan de cada día”. David, de esa misma comunidad, comenta: “Aquí todos padecemos enfermedades terribles y estamos olvidados. Yo voy a la clínica a las seis de la mañana y vengo a las cinco de la tarde. Pero una enfermedad grave aquí no la curan, lo que dicen es: ‘Váyase para el hospital’”.
La delincuencia profundiza la pobreza. Jairo, habitante de Santo Domingo, en Guazapa, manifiesta: “Antes, a pesar de que hubo guerra y no teníamos electricidad y había deficiencias con el servicio de agua potable, vivíamos mejor, porque si uno salía al río, salía a trabajar, dejaba su casa sola y venía a encontrar todo en orden. En cambio, ahora lo que abunda es la inseguridad”. Por su parte, Josefina, de Nuevo Amanecer, en Santa Ana, dice: “A veces hay problemas y se necesita la Policía. Se les llama y vienen hasta las dos o tres horas… y a veces hasta que ya enterraron al muerto”.
La pobreza limita la calidad y cantidad del estudio. Elba, de Dos Amates, en La Libertad, relata: “Yo tengo cinco hijos y nada más uno es bachiller. A los demás no pude darles estudio, por la pobreza. A mi hijo le daba dos dólares para que fuera hasta el puerto y me decía: ‘Ay, mami, yo no como porque con dos dólares no me alcanza’. ‘Pero, mijo’, le decía, ‘¿qué puedo hacer?’ Yo vendía pan, vendía gaseosa, cualquier cosita para que él estudiara. Los demás me dijeron: ‘No, mami, no voy a estudiar, usted mucho se sacrifica para que estudie’. Imagínese, con lo necesaria que es ahora la educación para conseguir un buen trabajo y solo uno de mis cinco hijos pudo graduarse”.
La pobreza, desde esta óptica, está asociada a sufrir grandes dificultades para alimentarse, no tener una vivienda digna ni un trabajo fijo, carecer de acceso a servicios de salud y a una educación de calidad, así como a los niveles requeridos para poder conseguir un trabajo bueno y estable. Una de las grandes virtudes del estudio es no dar por supuesto que ya se sabe qué es la pobreza con independencia de lo que viven y piensan los pobres. De ahí la importancia de escucharlos con responsabilidad y seriedad. Por este camino se puede llagar a que duela de verdad la realidad de las mayorías empobrecidas. En este sentido, se habrá cumplido uno de los objetivos trazados en el documento del PNUD: romper con la impasibilidad, indiferencia y apatía ante el sufrimiento ajeno; romper con la falta de indignación ante la injusticia y la exclusión social.