Por Rodrigo Aguilar Martínez, Obispo de Tehuacán |
Una de las experiencias más difíciles pero también más gozosas es vivir el proceso del perdón. Perdonar y pedir perdón.
Cuesta perdonar. Queda profundamente anidada en la mente y el corazón la ofensa-herida que hemos recibido. Perdonar sería como dar la razón al ofensor. Pero todo este mecanismo interior y que se exterioriza de muchas maneras, es signo de egoísmo, de estar centrados en nosotros mismos, de querernos con apego, rumiando obsesivamente el sufrimiento de haber sido menospreciados, ofendidos, maltratados. De haber sido pisoteados nuestros derechos.
También cuesta pedir perdón. Tendemos a hacer miles de explicaciones y justificaciones, recomponiendo lo que dijimos o hicimos, o dejamos de hacer, para darnos la razón. Pero hay algo profundo en la conciencia que nos dice que no estuvo bien nuestro proceder. Sin embargo pensamos que pedir perdón sería rebajarnos. Nos decimos que bastaría con dejar pasar el tiempo y que todo vuelva a su sitio como antes, como si nada negativo hubiera pasado. La conciencia nos sigue diciendo que no basta. No pedir perdón también es egoísmo.
La Cuaresma es un tiempo favorable para perdonar y pedir perdón. Porque nos encontramos con Dios Padre, rico en misericordia, que nos perdona y da vida nueva. Nos ha dado a Su Hijo, que clava nuestros egoísmos en la Cruz.
Perdonar y pedir perdón es entrar en el Misterio Pascual. Es un doloroso morir a nosotros mismos y un gozoso entrar a la vida nueva que Jesucristo nos concede. Pero de esta manera vivimos la Cuaresma hacia la Pascua.