OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozurrutia |

«Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia».

La cita es de la Regla Pastoral de san Gregorio Magno (3,21,45), y el Catecismo de la Iglesia la toma en toda su contundencia (n. 2446), junto con otra del Crisóstomo: «No hacer participar a los pobres de los propios bienes es robarles y quitarles la vida; […] lo que poseemos no son bienes nuestros, sino los suyos» (In Lazarum, concio 2,6).

En la dimensión que la Cuaresma nos confronta con nuestros semejantes, es siempre oportuno volver a recordar las «obras de misericordia». El Catecismo nos las define como «acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales» (n.2447). Y el Compendio las enumera del modo más tradicional. Inspirándose en la descripción del juicio final (cf. Mt 25,31-46), las siete obras de misericordia corporales son «visitar y cuidar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada el peregrino, vestir al desnudo, redimir al cautivo y enterrar a los muertos».

Sobre ellas, la consideración cristiana se ha extendido a otras acciones que consideran otro tipo de necesidades humanas. Las ha llamado «obras de misericordia espirituales»: «Enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que yerra, perdonar las injurias, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos de los demás y rogar a Dios por vivos y difuntos».

Son obras. No palabras. No argumentos. No discursos. No «buenas razones». Sólo adquieren peso teórico también cuando llevan primariamente el respaldo de la acción. Y la Cuaresma despierta la vida. Mencionarlas se vuelve una provocación. ¿Por qué no?

«A mí me gusta mucho ayudar a mi prójimo», me dijo en estos días con notable sencillez un taxista norteño. «Hace poco mi mujer estaba por tirar unas cobijas. No la dejé. Hay mucha gente que en estos mismos días pasa frío. Y me fui a buscar en la calle quién pudiera utilizarlas. No lo hago buscando que alguien me admire. Simplemente me siento bien».

La diferencia es sutil. De todos modos se estaba deshaciendo de las frazadas. Pero hay una diferencia. No es sólo la iniciativa de que puedan ser útiles a alguien. El hombre salió de su comodidad. Se puso a buscar a quien pudiera utilizarlas. A veces los rostros de la necesidad real se acercan sin que los busquemos. Y tal vez no los vemos. Pero en otras ocasiones es posible ir a buscarlos. Así había despertado la auténtica generosidad. Era realmente él dedicándole su tiempo y su atención al prójimo, entregándole algo más que un regalo. «Yo sí me quito un suéter para dárselo a alguien», me recalcó. Y enseguida me habló de cómo había procurado compartir esa convicción con sus hijos, «que me salieron todos buenos, gracias a Dios».

En realidad, las catorce obras puntualizadas por la catequesis no son exhaustivas. Son indicadores de un rumbo. Pero en su sensatez pedagógica, ilustran con contenidos realizables de qué estamos hablando cuando decimos que hay que «hacer el bien». Ser en exceso genéricos puede hacernos torpes y descuidados. Los ejemplos le dan cuerpo a la intención.

El buen taxista, al compartirme su alegría, hizo mucho más que hablarme de sus buenas obras. Su testimonio me edificó y motivó mi esperanza. También conmigo hacía una obra de misericordia, que acogí con gratitud y ahora comparto. No sólo para corroborar que existen muchas personas buenas, sino para invitarte a serlo.

Publicado el 27 de febrero de 2015 en el blog Octavo día de eluniversal.com.mx. reproducido con permiso del autor.

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