OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozurrutia |

La exuberancia del bien adquiere contornos precisos. Cuando se trata del bien ajeno, que nos genera alegría, el movimiento de la relación se expresa como una felicitación. Cuando se trata del bien propio, que origina la fiesta, la dinámica que brota es la del compartir. En ambos casos tenemos la comunión en el bien. La excedencia de la vida, el desbordamiento de su cauce que se percibe como principio de gozo, puede estrechar los lazos humanos, abriendo la cotidianidad a la trascendencia, lo ordinario a su significado, lo pasajero a su sentido. El cascarón se rompe como una sorpresa que hace sonreír, que justifica la perseverancia, que vence la frustración, el aburrimiento y el pesimismo.

Felicitar puede parecer algo irrelevante. A veces lo hacemos por compromiso, como un gesto de cortesía trivial. Otras, surge como una exigencia formal, sin que lo respalde un genuino sentimiento de complacencia, o incluso con animadversión. Sin embargo, en la razón que dio lugar a la costumbre, se descubre su verdadero valor. Se propicia felicidad en referencia al bien ajeno. La propia satisfacción se reconoce vinculada con la dicha de los otros, por lo que han recibido, por lo que han logrado, por lo que son. Así se da pie a una expresión específica cuando el bien se constata ya presente, o se manifiesta su deseo respecto al futuro. Como lo sugiere la misma etimología, se trata de «hacer feliz», de crear felicidad. Su base es la disposición espiritual del compartir la alegría por ese bien: congratularse.

Tal vez resulte provocador pensar que hay que aprender a felicitar. Para que el movimiento del corazón brote de manera espontánea, con sinceridad y frecuentemente, es susceptible de ser educado: de provocar conscientemente la acción, revisarla en su vivencia, descubrir los mecanismos que la hacen auténtica, reforzarla como experiencia, reproducirla periódicamente, encauzarla y afinarla. Se trata, en realidad, de una pedagogía fascinante, porque se ejercita en la afirmación de la vida, en la contemplación del valor, en la comunión humana.

Se le reconoce incluso un nivel superior. En la Sagrada Escritura, el texto más antiguo del Nuevo Testamento, la primera carta de san Pablo a los Tesalonicenses, tras el saludo inicial, empieza precisamente con una felicitación. El autor expresa su alegría por la fe de sus interlocutores, y da gracias a Dios por ellos. Esta elevación muestra el alcance religioso de una buena felicitación. Ubica el bien del hermano en el contexto más general de su existencia, reconoce su fuente primaria en el amor de Dios, y orienta su finalidad a la más alta acción de la que el ser humano es capaz: la adoración. En su último momento, la felicitación se resuelve en una acción de gracias a Dios.

Algo semejante ocurre en el cántico de María conocido como el «Magnificat». En él, la madre de Jesús expresa jubilosa que todas las generaciones la felicitarán, la llamarán dichosa, por las obras que Dios ha realizado en su pequeñez. No hay en ello pretensión alguna, ni falsa modestia: es la verificación admirada de la bondad de la que se ha sido objeto, y prescindiendo de todo egoísmo comparte también la propia dicha. Es sujeto de felicitación quien está abierto a recibir la gracia. La bendición se multiplica, y con ella la alegría.

La felicitación auténtica fomenta la paz por medio de la humildad, sin renunciar al júbilo. Recibe el beneficio ajeno sin apropiárselo, sin imprimir violencia. Nutrida de la fuerza difusiva del bien, es un canto a la vida en armonía compartida. Ennoblece el corazón y hace más hermoso el camino. Así de hermoso puede ser decir: «¡Enhorabuena!»

Publicado en el blog Octavo Día de eluniversal.com.mx, el 24 de abril de 2015. Con permiso del autor

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