Por Juan Gaitán |
No puedo resistirme a compartir hoy una experiencia de la Misión de Semana Santa recién vivida, que confrontó con firmeza mi ser cristiano.
Entré a una casa sencilla, pobre, donde me recibió una señora de edad avanzada. Logré distinguir que en un rincón se encontraba don Pedro (por llamarle de algún modo). Él yace en una silla de ruedas, sin reaccionar, inmóvil de piernas y brazos, sin facciones en el rostro. Está ausente casi por completo.
Comenzó la plática. Doña Carmen (por llamarle de algún modo) me contó que su esposo, antes de «enfermar», era un borracho que pocas veces llegaba a casa, solía dormir en la calle y estar sobrio en contadas ocasiones, no le importaba tener fama de vicioso en el pueblo y perdía sus pocos ingresos en juegos de cartas.
Doña Carmen lo atiende –continuó narrando– todos los días ahora que es imposible que don Pedro se valga por sí mismo. Lo baña, lo cambia, le da de comer metiendo la cuchara con un poco de comida dentro de su boca, porque él ni siquiera logra hacer eso ahora.
Entonces, la esposa me dice: «está así porque en una de sus mil veces de borracho se cayó y se golpeó la cabeza».
Para este momento, yo ya me encontraba junto a don Pedro, ya le había sonreído, ya le había gritado al oído un par de veces su nombre recibiendo un balbuceo sin sentido como respuesta, ya le había acariciado los brazos con ternura al hombre anciano. Sin embargo, tras escuchar la historia, me permití cuestionarme a boca de jarro: ¿merece este hombre la ternura de Dios? Miré a doña Carmen con su historia de un Matrimonio duro, sufriente, injusto. ¿Qué pensaría ella de que el misionero abrace a su esposo cuando fue el mismo don Pedro quien «se ganó» su condición?
Mañana y noche yo insistía a mis hermanos de misión: Hagamos sentir a las personas la mirada de Dios. Durante el Triduo Pascual hablé de cómo Jesús inicia la radical dinámica de entregar gratis lo que gratis se nos da, la vida en primer lugar.
¿Cómo podía yo, entonces, permitirme dudar si esta persona «merecía» la misma mirada tierna de Dios como los demás? ¿Si Cristo me entregó gratuitamente su vida a mí, que soy pecador, por qué yo habría de negar un abrazo compasivo a don Pedro? ¿Acaso el cristiano es un administrador del amor, un ministro de la justicia capaz de juzgar que la vida miserable de doña Carmen exige un castigo para don Pedro?
Por primera vez en largo tiempo pude reconocer en mi actuar el actuar de Jesús. Vertí toda la ternura y compasión que soy capaz de expresar en don Pedro, así como en doña Carmen.
La respuesta me cayó como una tormenta que inunda el corazón: Dios pide que miremos a las personas con la mirada de Jesús, sin juzgar, amando al pecador, a la prostituta, al enemigo; porque la Resurrección de Jesucristo rompe las barreras humanas del odio y de la muerte y nos hace a todos –pecadores y justos, ricos y pobres, amigos y enemigos, santos y criminales– invitados al gran banquete de la vida plena. Aceptar ese banquete implica compartir con los demás sin juzgar su pecado.
¡Feliz Pascua de Resurrección!
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